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A las 16:30 horas un habitante del pueblo Peñón de los Baños, en la alcaldía Venustiano Carranza, se acomodó su sombrero de paja, recargó su rifle de madera sobre sus rodillas dobladas, volteó su rostro pintado de negro al lado contrario de la boquilla del arma y liberó dos kilos de pólvora hacia el cielo, tal como lo hicieron sus compatriotas con balas reales para defender al pueblo mexicano del ejército francés el 5 de mayo de 1862, en el estado de Puebla.
En respuesta, una multitud de hombres, jóvenes y adultos mayores caracterizados como soldados franceses pasaron entre la fumarola que provocó la pólvora y apuntando sus armas hacia el cielo pintado de color gris devolvieron el disparo a pocos centímetros del campesino.
“¡Quémenle los pies! ¡Quemen a ese francesito!”, gritaban entre risas los espectadores que vieron la escena y quienes —aun con tapones en los oídos— fueron aturdidos por al menos ocho detonaciones que sonaron a un costado del Parque del Niño Quemado, en un lapso de 20 segundos.
En vez de prender fuego, los soldados europeos y los Dragones de Zaragoza —ejército comandado por el general Ignacio Zaragoza— más jóvenes se enfrentaban con pequeñas cebollas, zanahorias y papas, que pasaban sobre los gorros color negro y rojo de los franceses, quienes únicamente se agachaban para no recibir alguna verdura perdida.
Del lado de los mexicanos, banderas de color verde, blanco y rojo ondeaban por encima de los intérpretes, y por debajo del humo que dejaba las detonaciones; mientras las de color azul, blanco y rojo eran más pequeñas y combinaban con el uniforme de los soldados.
A la par de estas detonaciones que, cada vez, asustaban menos a los asistentes, tambores, trompetas, maracas y baterías sonaban a manos de decenas de grupos musicales que iban desde el norteño, regional mexicano y música típica.
Al compás de los distintos ritmos, niñas y niños, vestidos con grandes faldas verdes y rojas, así como con sombreros, pantalones entallados y botas disfrutaban entre zapateado y faldeado de algo que, más allá de ser Patrimonio Cultural Inmaterial, es una herencia de sus padres y abuelos.
“Es la forma en la que crecimos. Mucha gente piensa que sólo es pólvora, pero estamos de pie y así lo festejamos. Es algo que se siente, que se lleva dentro y que no lo puedo explicar así con palabras”, dijo Juan Carlos, quien hace 30 años presenció por primera vez esta representación.