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“Tenía una cámara rusa, como de espía, era del tamaño de una cajetilla de cigarros. La logró pasar de manera clandestina mi entonces esposa: la llevaba confundida con mamilas y alimentos para niños; teníamos, en ese entonces, dos hijos.
“Después tuve que venderla porque había que conseguir dinero en tiempos de vacas flacas, con esa cámara tomé las 100 fotos que ahora te enseño”. Son imágenes que proporciona a EL UNIVERSAL sobre la vida cotidiana en Lecumberri.
Francisco de la Vega y Ávila relata 50 años después: “En esta foto, estamos celebrando el cumpleaños de Raúl Álvarez Garín, el que se ve al centro. Fue un hombre al que yo respeté mucho, a pesar de haber sido adversarios políticos. Él perteneció al Partido Comunista, al igual que su madre, pero después se salió y nos echaba mucho de menos. En esa ocasión, en el grupo al que pertenecíamos todos, se le hizo un pastelito para celebrar su cumpleaños.
“En Lecumberri los vínculos se formaban por un sentido de supervivencia: ocurrían las cosas más inverosímiles y era necesario mantener la dignidad. Se hizo una suerte de pacto no hablado de que nadie tocara a uno, porque nos tocaban a todos.
“Hacíamos muchas cosas para mantener nuestra moral, nuestra identidad, para sentirnos fuertes y vitales a pesar de la represión política. En alguna ocasión hicimos una alberca dentro de la cárcel, algo que nunca había ocurrido.
“¡Era tan grande que podían nadar 15 personas en agua caliente! Ni la dirección del penal ni los policías se dieron jamás tinta y eso que no lo hicimos una vez, sino hasta tres o cuatro ocasiones.
“También hubo intentos de suicidio, pero logramos imponernos; era muy importante luchar contra la depresión y el consumo de drogas.
“No era cosa fácil porque había una campaña permanente dentro de la prisión para lograr que los jóvenes se hicieran adictos: se les daba enganche para marihuana y pastillas como ciclopal y benzedrina; para inhalar había thinner y cocaína.
“Sabíamos que una vez que se enganchaban los compañeros se convertían en clientes, por eso dijimos: ‘Aquí no entra nada de droga’; no faltaba quien fumaba su marihuana, pero era muy controlado. Hubo una lucha constante de que no cundiera el problema, y lo logramos.
“Eso sí, a todos nos gustaba el alcohol... ¡Uuuuf! Hacíamos mucho y no solamente pulque, que era los que tomaban los presos comunes. No, nosotros hicimos una destilería y en alguna ocasión llegamos a producir nueve litros de alcohol que prendía con un cerillo. ¡Con ese alcohol nos emborrachamos muchos, y fuimos muy felices! Inclusive invitamos a los propios presos que nos juzgaban y nos decían que no debíamos hacer eso y nos aceptaron.
“Era una suerte de lucha ideológica entre la política de la represión, entre querer borrarnos, exterminarnos y eliminarnos sicológica y políticamente; nuestra determinación, nuestra juventud que era una fuerza incontrolable, y nuestra enorme vitalidad”.