Hace tres décadas que la familia Franco convive con la muerte en una plancha metálica dentro de su casa, ubicada en la colonia Agrícola Pantitlán, alcaldía Iztacalco. Cuando alguien fallece, lo hacen parecer dormido para sus seres queridos. Así se ganan la vida.
“Permítenos arreglarte para que tu familia no te vea tan triste”, dice José Luis Franco, fundador de Embalsamadora Franco y Asociados, a un cuerpo que le llega a mediodía.
Explica que se trata de darles un aspecto de dormidos —de sonrisa si se puede—, para que la familia no se impresione tanto, sobre todo cuando son muertes violentas, como baleados o apuñalados.
Para él, embalsamar, además de preservar un cuerpo para que no entre en la etapa de descomposición, es bañarlo, vestirlo, maquillarlo y hasta reconstruirlo, para que quede presentable ante su familia.
“Los tratamos con cariño, con respeto, para que sus energías no se afecten, les hablamos bien, tratamos de tranquilizarlos. Se ha demostrado que hablándoles con afecto se facilita más la embalsamada”, platica.
José Luis se dedica a este oficio desde 1963, cuando su padre creó la primera sala de embalsamar en la Ciudad de México, luego de aprender la técnica junto al doctor Fernando Quiroz, jefe de Patología de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
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Recuerda que en aquellos años casi nadie sabía qué era embalsamar. “Cuando fuimos a registrarla ante las autoridades decían que no sabían qué era eso. Antes la gente, cuando se moría, se velaba así”.
Agrega que en ese tiempo eran apenas tres embalsamadores en el Valle de México, hoy estima que son más de 100. “Quién sabe de dónde salieron tantos”.
El embalsamador dice que con el tiempo se mudó al oriente de la capital, donde abrió una nueva sala. Ahí trabaja junto a sus hijos Gladys y José Luis, su sobrino Daniel, su nieto Jesús y Jennifer, una aprendiz, a quien consideran parte de la familia. A todos les enseñó este “arte”.
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A los siete años Gladys Franco ya sabía lo que era ver un muerto.
“Mi papá me ponía a taponear, a preparar la bomba de inyección, a maquillar. Para mí siempre fue normal. Desde niñas convivimos con cadáveres”, comenta con naturalidad.
“Muchos dicen que no les gusta, pero a mí realmente me encanta. Yo lo veo como un arte, un arte en un ser humano”, señala.
Agrega que de su papá también aprendió a tratar con respeto y cariño a los muertos, para que “se vayan en paz”.
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