El memorial improvisado en una glorieta del Puente de la Concordia, en Iztapalapa, creció más allá de su espacio original.
A unos metros del sitio donde ocurrió el accidente, un segundo árbol se convirtió en un nuevo punto de conmemoración.
Vecinos de la zona y visitantes llegan con ofrendas: flores frescas, veladoras que tratan de titilar aún con los rayos solares, botellas de agua y panes que colocaron cuidadosamente, pero que la lluvia del sábado y la de la tarde de este domingo dañaron.

En ese sitio hay fotografías de las víctimas fatales, algunas enmarcadas, otras sujetas con cinta adhesiva, rodean el tronco, para recordar rostros y nombres que no volverán.
Un cuadro con la imagen de la Virgen de Guadalupe descansa bajo ese árbol, acompañado de una pequeña figura de la Morenita del Tepeyac.
En el otro árbol, un lienzo con la imagen de Jesús, adornado con listones, observa en silencio el ir y venir de los dolientes. Las ofrendas no sólo honran a los fallecidos, sino que tejen una red de memoria colectiva, un espacio donde el dolor encuentra eco.
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Quienes visitan el lugar se detienen con rostros desencajados. Algunos derraman lágrimas frente a las fotos, sus manos rozan los objetos como si buscaran un vínculo con los ausentes.
Otros, con mirada fija, recorren el punto exacto donde la pipa se desplomó. Los restos del impacto provocan murmullos de asombro. La magnitud del destrozo, aún visible, habla de una tragedia que no se borra.
Cada atardecer, el lugar cobra una atmósfera densa. La luz del sol, al desvanecerse, ilumina las veladoras, cuyos reflejos danzan sobre las fotografías. Los vecinos, en su mayoría, llegan en pequeños grupos, algunos con niños que observan en silencio, sin saber con certeza lo ocurrido.
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Algunos se persignan, rezan en voz baja mientras colocan una rosa blanca junto a una imagen. Sus plegarias se mezclan con el rumor del tráfico, que no cesa, pero parece distante en este rincón de duelo.
El segundo árbol, con las imágenes religiosas transforma el sitio en un altar improvisado, un espacio donde la fe y la memoria se entrelazan para sostener a quienes aún enfrentan la pérdida.
Algunos conductores de vehículos y los ocupantes de esas unidades, ajenos a la tragedia, ralentizan su marcha al notar el memorial.

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Una madre señala a su hijo el sitio preciso donde explotó la pipa, explicándole en susurros lo que ocurrió.
El Puente de la Concordia, con su doble memorial, no sólo guarda los nombres de los caídos, sino que reclama un espacio en la ciudad para el recuerdo, un testimonio de que la vida, incluso en su fragilidad, persiste en la memoria colectiva.
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