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“Me daba mucha vergüenza, nunca había vivido así. Me sentía… no sé… muy pobre. No sé, no sé cómo me sentía. Me sentía muy mal al principio. Pero, se acostumbra uno”.
Marta Mejía tiene 64 años. Borró algunos recuerdos y dejó de salir, por eso no sabe con exactitud cuál era el nombre de la pizzería donde trabajaba en 1985. Tal vez el anuncio siga sobre avenida Insurgentes, cree. Marta se convirtió en una de las damnificadas del terremoto de ese año.
Vivía en un departamento en el barrio de Santa María la Ribera. El 19 de septiembre estaba en casa con sus hijos, a punto de llevar a una, Ana Lilia, a sus clases en la Secundaria 2; pero tembló. Ella no lo sintió fuerte. Salió de su casa rumbo al mercado de Santa Julia y todo estaba cerrado. “Ahí me di cuenta. Luego vi las noticias, que se cayó aquí y allá… en la Roma, en Santa María”. Marta dejó a sus hijos en casa y caminó hacia Tlatelolco para buscar a su esposo José Luis, hojalatero. Sus ojos cafés capturaron imágenes de cuerpos inertes siendo sacados de los escombros. Trozos de concreto dispersos y polvo.
José Luis estaba intacto, a salvo. Regresaron a casa y notaron las cuarteaduras del departamento. Luego se quedaron a oscuras porque no había luz, llovió y tembló de nuevo. En la pizzería le dieron unos días libres y después de un tiempo, meses, vino la orden de desalojar la vivienda que rentaban por los daños en la estructura. Marta tenía 32 años cuando llegó a Corredor 13 sobre la calle del mismo nombre, a un albergue presuntamente provisional donde las familias tendrían que esperar hasta que el gobierno los reubicara.
“Me hice vieja”
“Decidí dejarlo todo, para qué me traigo recuerdos que no. No crea que estaban tan buenas las cosas”. Cargó una colchoneta y cobijas, nada más. Le entregaron una casa de lámina, vacía, de tres por seis metros cuadrados, sin separaciones y sin baño propio o cocina. Su suegra les regaló vasos, platos, cucharas, una cafetera y una parrilla.
Todos los días hacía largas filas en los baños compartidos para poder echarse una cubeta de agua sobre el cuerpo para bañarse. Lo mismo pasaban con la cocina del albergue, con tanta gente y poco espacio. Así pasaron los primeros 15 días, y otros 15 y otros 15 que se convirtieron en 32 años. ¿Por qué no se fueron? Porque si se iba, perderían el derecho de recibir una vivienda. Por bastante tiempo Marta y su familia compartieron la pared de lámina más ancha y alta con otra familia, pero cuando se fueron, esa casita pasó a ser de su hija Ana Lilia. Por utilidad improvisaron una puerta en la pared de lámina color rosa pastel. “Tengo diabetes, me hice vieja, tengo 64 años. Así que yo llegué hace cuando tenía 32 años. No me siento como al principio que quería mi casa, no, se me acabaron las ilusiones”.
El Corredor 13
Corredor 13 es una ciudad ignorada dentro de la Ciudad de México. El censo que les hicieron la semana pasada después de varias peticiones arrojó más de 100 personas viviendo en ese lugar. Las casas no son casas, son chozas de lámina. Algunas son color verde agua, otras blancas, algunas más tienen dibujos en las fachadas. Hay pasillos como en un laberinto pero, también hay patios, lavaderos comunitarios y una capilla.
Corredor 13 fue uno de los albergues que se construyeron para las familias desamparadas por la destrucción del terremoto de 1985. Está ubicado en un predio que pertenece al Instituto Mexicano del Seguro Social, pero hace cuatro años la delegación Gustavo A. Madero y el IMSS habían contemplado la venta de ese predio para construir áreas verdes, sin considerar a las 250 familias que viven ahí.
Después de 32 años de esperar un apoyo, los vecinos decidieron movilizarse y enviar distintos oficios, cuya copia posee EL UNIVERSAL, al Instituto de Vivienda (Invi), a Protección Civil, al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y a la delegación.
En 2012 se les entregaron viviendas sólo a una parte de los damnificados. Ante la queja del comité de vecinos, las dependencias involucradas aseguraron que el convenio se había cumplido en mayoría con la entrega de casas en dos colonias de la delegación; sin embargo, algunas familias que supuestamente recibieron propiedad siguen viviendo en el campamento. En 2013, el entonces director de Protección Civil en la Ciudad de México, Jesús Jiménez, extendió un oficio en el que describió que las 280 casas son de mala calidad, construidas con acero, asbesto y madera apolillada, con olor a humedad, falta de iluminación y ventilación, por lo que recomendaba a los propietarios a continuar con los trámites en el Instituto de Vivienda para integrarse a los programas de familias que viven en riesgo. Hace un año, la delegación argumentó a los habitantes del Corredor que debían acercarse al INVI para proyectos de vivienda y además, que al ser un predio perteneciente al IMSS, el asunto era de índole federal.
No pierde la esperanza
Raquel Villegas cubrió a su hijo de 10 años, Héctor, y lo llevó hacia una esquina, debajo de un techo, donde los cables que se columpiaban no los pudieran dañar. Después de las 07: 17 horas, el 19 de septiembre hace 32 años, regresaron a su casa en Leóncavallo y Robles Domínguez, en la colonia Vallejo. Los otros seis hijos de Raquel, más pequeños, estaban afuera de la casa. Los vecinos los habían sacado cuando comenzó a temblar, porque los cuartos de adobe crujieron y diferentes grietas aparecieron. Su esposo estaba en la calle con su hijo mayor, lo iba a dejar en la escuela, pero regresó para ayudarla con los ocho pequeños. Al ver los daños de su cuarto rentado, la familia sólo entró por cobijas para dormir en la calle. “Hicimos casitas porque al otro día volvió a temblar, por el miedo de que se cayeran los cuartos”.
Sin un techo, Raquel, su esposo y ocho hijos fueron llevados a un refugio en la calle Río Bamba por un año. “Al principio nos dormíamos en el suelo, tendíamos cobijas, mi esposo se tendía de un lado con los niños y me dormía del otro con las niñas, todos parejitos”, hasta que se mudaron con sus dos literas. Ahí estuvieron hasta 1986, cuando los cambiaron al Campamento 13, módulo 2, vivienda 20, donde nació su novena hija.
A las dos décadas un fuerte incendio por los tanques estacionarios de gas provocó que los vecinos salieran de sus casas y se juntaran en el extremo del predio para protegerse del fuego. Más situaciones pasaron, hubo mudanzas: algunas personas se fueron por su propia cuenta, otros recibieron casa en 2012. Cuando las viviendas se desocuparon, a los hijos de los líderes de familia les dieron una también; por eso, Raquel fue movida tres veces de casa de lámina a otra casa de lámina al fondo del predio.
En el módulo 5, al que pertenece ahora, está en la avenida Politécnico. La casa de Raquel tiene afuera una de las capillas más grandes del predio, con una Virgen de Guadalupe y juguetes como ofrenda. Fue construida por sus hijos, quienes ahora tienen viviendas en el mismo campamento. “Mi hijo mayor se quedó en la 20”. Sus nietas también tienen una casa, como todos, con techos frágiles donde se filtra el agua, paredes grises que tienen separaciones y cables de luz que pueden caerse.
Raquel dice que recibieron la visita de personas de la delegación, quienes les dijeron que les darán una casa pronto, pero esa historia es conocida para los habitantes del Corredor. Su esposo, quien era comerciante, falleció hace tres años. Si les entregan una casa “todavía la esperanza la tengo pero si no, digo, mi esposo ya falleció, al menos que le den a mis hijos”.