Quialana, Oax.— La fiesta del cumpleaños de Ximena se celebra en una casa de dos pisos, limpia, con ventanales grandes, pero en su mayoría en obra negra. Sobre las paredes amarillas a medio repellar, hay lajas de barro, y roca roja de montaña financiada con los dólares que llegan desde Estados Unidos .
Ximena tiene 10 años, ocho de los cuales no ha visto a su padre. Repite una y otra vez los recuerdos sobre él, mientras mueve las manos como si estuviera atrapada entre sueños: “Jugábamos, íbamos a la tienda a comprar, me llevaba al parque, a los juegos, me cargaba mucho”.
Estudia el cuarto año de primaria en San Bartolomé Quialana, Valles Centrales de Oaxaca , y piensa que su papá se fue a Estados Unidos para construirle un castillo: una casa grande con balcones blancos, donde no les faltará comida, flores, ni dinero.
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“Hablo mucho con él, le digo que lo extraño y a veces dice que se debe ir a comer o a trabajar, entonces le digo que lo quiero mucho”, cuenta acerca de las videollamadas que hace con su papá dos veces al día; no obstante, hay temporadas completas en las que no sabe nada de él.
El papá de Ximena fue jardinero toda su vida, iba y venía a dar sus servicios en Tlacolula de Matamoros, pero después de casarse, y por falta de oportunidades, cruzó el paso del norte.
La niña tenía dos años y su hermanito Antonio, que se llama igual que su padre, tenía meses de nacido. El papá de Ximena vive con sus cuñados en Los Ángeles, California.
“No debí decirle que quería un castillo, si no se lo hubiera dicho tal vez todavía estaría conmigo y mi hermanito”, lamenta Ximena. Mientras habla, da vueltas con sus pies pequeños. Se culpa y llora despacio.
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Los papás de sus mejores amigas, Sidney y Deisy, también trabajan en Estados Unidos, pero Silvia, dice, es la que más se siente triste, pues desde hace mucho no sabe nada de su padre.
Según el portal Data México de la Secretaría de Economía federal, la comunidad de Quialana recibió 256 mil dólares en remesas durante 2022, cinco veces más que en 2021, cuando sólo obtuvo 2 1 mil dólares.
Sentimiento de abandono
“La mayor afectación para los niños de padres migrantes es la huella del abandono que se puede transformar en culpa, ese miedo a que los papás o las mamás no estén ocasiona inseguridad y se transforma en niños que socializan poco, tienen problemas de aprendizaje y lo más alarmante es que pueden ser propensos a ser víctimas de abusos”, sostiene Milagros de la Luz González, directora del centro sicológico Renacer.
“El peor error que comete un padre es la promesa de regresar; el niño empieza a crecer y ante ese pacto incumplido por años, los niños transforman sus emociones en una especie de castigo contra esa figura paterna”, explica la especialista en terapia infantil.
En las primeras etapas, lo que se manifiesta es depresión y episodios de tristeza; si los niños no logran canalizarlo, se convierte en un problema físico y emocional crónico: “No están preparados para una pérdida así, enfrentarlo es enseñarles a nombrar sus emociones, que puedan canalizarlo en terapias ocupacionales, reconocer lo que sienten, decirle a los papás que están molestos”.
Desde hace más de un año, Ximena dejó el sueño de ser doctora. Dice que ahora quiere ser “como las que hacen vestidos”. No sabe lo que es una diseñadora de modas, pero dibuja muñequitas de papel y les hace ropita.
“¿Dibujas?”, se le pregunta. “Sí, me gusta dibujar mucho”. Cuando habla de eso su rostro se ilumina. Deja la tristeza y saca de sus cosas colores y telas de filigrana. Un cesto con modelos a escala de muñecas, de las que sabe de memoria la medida de sus cuerpos de cartón.
La mamá de Ximena es ama de casa. Administra los dólares que su esposo manda. Apresura a los ayudantes del maestro albañil para que los detalles de la casa no decaigan.
Ximena dice que quisiera irse con su papá y ganar mucho dinero, piensa que si lo hace cuidará mejor a su padre o madre si enferman, y podría comprarle a su hermanito un avioncito.
“Una vez mi papá vio mis dibujos y me dijo: ‘Nena, ¿cómo lo hiciste?, le gustaron mucho, pero no quiero decirle todavía que ya no quiero ser doctora. Ahora lo más importante es que podamos terminar el castillo”.
Un músico que no migrará
Martín no ve a su papá desde que tenía cinco años. Ahora es un adolescente de 14 que escapa a las palabras, por eso ha preferido la música. Ese momento silencioso antes de tocar instrumentos de viento, en el que nadie le pregunta nada.
“Yo le digo a mi papá todos los días que ya quiero que se regrese de Estados Unidos”, comparte.
El papá de Martín migró hace nueve años al condado de Orange. Dejó en San Bartolomé Quialana a su esposa y dos hijas, una de tres años y otra de meses de nacida, además de Martín, el mayor, que no quiere ir a trabajar a un restaurante estadounidense.
Tampoco, dice, quiere ser campesino como han sido todos en su familia, desde sus abuelos. Le ha dicho a su papá que él quiere ser músico y quedarse en Oaxaca.
Hablar con Martín es difícil. Su mamá tiene que estar a su lado, tomando su mano, mientras cuenta su historia. Son una familia que vive en el centro del pueblo, en una casa con paredes de adobe y láminas metálicas.
“Mi esposo se fue por necesidad, no porque él hubiera querido irse. Me preguntan mis hijos que cuándo va a regresar su papá, pero es muy difícil, queremos que él regrese pronto, sabemos que muchos paisanos se mueren en el camino”, dice la madre del joven, quien hace un profundo silencio.
En el hogar de Martín, de la misma forma que en muchas casas de San Bartolomé Quialana, a sus habitantes les es difícil entender la ausencia.
Disney, un lejano sueño americano
Ariadna vive la encrucijada más fuerte a sus cortos nueve años: Es posible que en los próximos meses deba irse a Estados Unidos con su tío Rafa, porque en San Bartolomé Quialana el sueldo que gana su mamá como bibliotecaria, sin el apoyo familiar, no alcanzaría para comprarle ni siquiera los útiles escolares.
“Sí quisiera irme, para conocer a mis primos, pero me da tristeza. Si me voy a Estados Unidos con mi mamá ya no podré ver a mi papá”, confiesa y hace silencio, como cuando sabes que algo se rompe.
Ariadna tiene familia en Anaheim, California. Desde hace 20 años sus tíos migraron y se asentaron en el este de Los Ángeles, empleándose principalmente de albañiles.
De pequeña vivió la separación de sus padres, pero los tiene a ambos cerca. A su papá sólo lo ve los fines de semana en Tlacolula, porque para verlo diario tendría que pagar taxis que son muy caros.
Su tío Rafael se ha convertido en un segundo padre para Ariadna. Lo ve por videollamada cuando habla con su abuela. “Mi tío Rafa le manda dinero a mi mamá para que me compre muchas cosas, mis libretas, mis vestidos, es muy bueno conmigo y quiere llevarse a mi mamá para que tengamos dinero para comprarnos todas las cosas que queramos”, cuenta.
Ariadna tiene el sueño de ir a Disneylandia. Ha visto en las fotos de sus primos mexicano-estadounidenses los parques extensos y los muñecos gigantes. Sabe que en este lugar hay castillos con cúpulas azules y todo brilla y es elegante. Sabe que cerca de Anaheim se encuentra el parque de diversiones más famoso del mundo. A sus nueve años, Disneylandia simboliza para Ariadna el sueño americano, pero repite que el lado malo es que allá su papá no estará con ella.
“Sé que tenemos que irnos, aquí mi mamá trabaja mucho y no gana dinero, si nos vamos podremos ir al parque a jugar y estar normales. Aquí mi mamá cocina, lava trastes todo el tiempo, se apura mucho y siempre está cansada”.
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