Dos historias chilangas. El cielo aún no clarea y Don Víctor ya se desempolva los ojos de la noche. Arremetido con una camisa a cuadros, unos zapatos perfectamente lustrados y su mandil blanco, se dirige al taller, a dos casas de la suya. Son las cinco de la mañana, pero él deja listo el menaje y los caldos para cuando regrese de hacer sus compras en La Merced. Ya sabe la jornada que le espera: casi 17 horas de preparación de sus tamales rancheros. Las tareas que Don Víctor Zárate Cuevas realiza personalmente son muchas. Todas. Primero, prepara la masa desde cero mezclando en su licuadora industrial el aceite, la manteca de cerdo, una molienda de sazón y hoja santa, tal como aprendió de su madre y sus abuelos en Xalapa. Luego, dispone el atole resultante en una olla a la que no deja mover: durante dos horas la masa danzará sobre el fogón hasta alcanzar la textura perfecta.
Para los adobos, el sexagenario pela y limpia los chiles con una meticulosidad obsesiva hasta eliminar cualquier semilla que pudiera amargar la mezcla. Posteriormente tuesta y muele los ingredientes del adobo y pone la mezcla a cocinar. Sus hornillas son un verdadero campo de borboteo: por ahí las salsas y los adobos; por allá los caldos de pollo y de perico de res. Falta escoger, cortar y calentar las hojas de plátano sobre la lumbre; una tarea que muchas veces ha marcado con quemaduras las manos de Don Víctor.
Después, llega el momento de armar los tamales: untar, rellenar, envolver. Repetir, repetir, repetir. La olla espera a los tamales revestida con hojas de plátano, apio y laurel. Hay que darles la bendición antes de colocar la tapa y esperar a las dos de la mañana para que –¡por fin!– estén listos. El resultado son tamales de más de medio kilo, o más bien, la encarnación de una tradición milenaria gestada cada viernes por este maestro de bigote prominente.
Con algunas variaciones, Don Víctor ha realizado el ritual por más de cuarenta y cinco años. Eso no amaina el brillo de sus ojos cuando se refiere a sus creaciones, cuando se dispone frente a su olla humeante. Él insiste en que su secreto es la limpieza, pero quienes lo conocen saben que es su pasión lo que ha convertido su carrito del Mercado de Granaditas en Tepito, en un referente del tamal citadino.
Lejos de ahí, en la esquina de Concepción Beistegui y Providencia, Cristian y Laura esperan detrás de su puesto de tamales. Sobre la mesa cubierta en mantel de plástico exhiben otros alimentos. A penas comiencen los primeros rayos del día, locales y turistas tendrán su dosis del desayuno chilango: guajolocombos con atole, pan dulce, tortas y sándwiches. Cristian sólo recibe diez de los tamales que su mamá prepara, pero me cuenta que un familiar suyo realiza una producción masiva de tamales, que tiene cinco trabajadores para hacer los guisos y los envueltos, y que otras personas se dedican a distribuirlos y venderlos en distintos puntos de la capital.
Son dos historias radicalmente distintas, pero para el chilango, el tamalero es tanto el que prepara como el que vende. Según datos de 2020 de la Secretaría de Desarrollo Económico en la Ciudad de México, alrededor de 27 mil personas están involucradas en la producción y venta de este alimento de maíz. La producción diaria está estimada en 1 millón 950 mil tamales que generan una derrama económica de 50 millones de pesos.
No hay duda: los tamales son un símbolo omnipresente de la capital. No hay esquina, centro de trabajo o parada de –ponga aquí su transporte colectivo favorito– en el que no exista una olla humeante con una variedad de tamales. Si hay inversión, la olla irá acompañada de sombrilla y mesa con mantel; si hay poca, irá en triciclo. Si se vive en las zonas de gentrificación, viajará de noche en bicicleta junto a una bocina que vociferará: “Hay tamales oaxaqueñossss…”, o bien, se despachará desde locales con logotipos.
Para los chilangos, la aromaterapia proporcionada por el baño maría de los tamales augura una mañana florida y poderosa. Al vapor o fritos, los tamales son una oportunidad de comenzar de nuevo, de sacudirse la pereza, de desmantelar el ausentismo, la desnutrición emocional y del cuerpo. Eso se lo debemos a un promedio de 500 calorías (153 kcal por cada 100 gramos, o más, si nos concedimos el pecadillo de pedirlo en guajolota), las vitaminas y minerales del maíz nixtamalizado y el poder proteínico del guisado. ¿Que si el tamal lleva suspiro de guiso o ración abundante? Eso depende de la generosidad del tamalero. ¿Que si va con pelo o sin pelo? Eso depende del amor por la profesión y de si el tamalero venció la batalla contra los ojos cansados. Y es que cuando los citadinos despertamos, los tamaleros ya fueron y vinieron. Cuando dormimos, ellos siguen trabajando.
Los grandes abuelos de la gastronomía
La domesticación del maíz a partir del teocintle, hace más de seis mil años en la región del Río Balsas, representa un hito en la historia de la humanidad. Su propagación por América marcó el destino de un continente. Inicialmente, los granos se consumieron tiernos y hervidos, y luego se fueron integrando a otros platillos, a rituales, a festividades. Así surgió el tamal –del náhuatl tamalli que significa “envuelto cuidadoso”–, elaborado generalmente a partir del maíz blanco. Lo sorprendente es que su existencia precede a la reina de reinas, la tortilla. Así lo cuenta el antropólogo Luis Alberto Vargas, en una entrevista con Alfredo Tenoch Cid: “Estamos casi seguros de que los tamales son anteriores a las tortillas, ya que los metates y las ollas con residuos de cal son anteriores a la aparición de los comales, elemento indispensable para elaborar tortillas, al menos como las conocemos hoy”.
Si bien es cierto que el uso del maíz en rituales catalizó su difusión por Mesoamérica y alrededores, algunos de sus otros usos también lo hicieron. La antropóloga gastronómica de la UAM, Miriam Bertran afirma que, “El tamal es la forma más ancestral de consumo del maíz, por ello es posible que el maíz se haya difundido con sus usos y formas”. Esta idea podría explicar por qué países del centro y el sur de América hayan desarrollado su propia forma de elaborar tamales.
Los tamales son y han sido festivos. Tanto en la Ciudad de México como en otras entidades nuestros envueltos de masa enmarcan las mesas de las bodas, los bautizos, las fiestas patronales, las celebraciones en torno a los muertos y por supuesto, en la Candelaria. Sin embargo, según la antropóloga Bertran, lo festivo no está peleado con la cotidianidad: “En la medida en que ciertas comidas y técnicas se masifican, los alimentos de fiesta se van convirtiendo en cotidianos. Lo que es de fiesta muchas veces tiene más elaboración; los mismos ingredientes, pero con otro origen, u otros ingredientes especiales”.
Los tamales tienen otra paradoja: son moda y atemporalidad. El director de Fundación Tortilla, Rafael Mier, afirma que después de la tortilla, el tamal es la segunda forma más consumida del maíz en México. La presencia es tal que, según datos del INEGI de 2023, su venta se promueve en trece mil negocios registrados en el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas. El tamal, abuelo como el maíz, pervive aún por la practicidad que es encontrarlo y comerlo. En palabras de Bertran, “Se mantiene caliente mucho más tiempo que un taco y es más llenador”. Punto para los tamales. Además, se comen en su hoja con apenas una cuchara. Si no se tiene el aditamento, una telera o bolillo partido por la mitad (a.k.a., una guajolota) maximizará su comestibilidad y transportabilidad. Ah, pero a diferencia de los sándwiches, no se remojan. Doble punto para los tamales.
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De dulce, de chile y de manteca
El tamal posee tantas variaciones como el taco. Lo confirman sus casi quinientas recetas de tamales y las de tres a cuatro mil variantes de preparaciones regionales. Sin embargo, en el ambulantaje capitalino las recetas de tamales están estandarizadas. La fórmula, casi convencional, que encontramos en las vaporeras locales es “de verde”, rojo, rajas, mole y “de dulce”. Quizás por el gusto del público y porque es común que existan cocinas madre desde donde se preparan centenas de tamales para luego ser distribuidos en las calles.
Aunque las recetas del interior del país tienen presencia en la Capital, encontrarlas es una tarea detectivesca. La antropóloga Bertran asegura que generalmente se preparan de forma doméstica. Aquellos tamaleros que venden sus recetas regionales son pequeños tesoros que se abren paso entre lo popular, entre el tiempo y el espacio, y que proceden de primeras, segundas y terceras generaciones de migrantes de otras entidades, como es el caso de Don Víctor.
Eso sí, que nadie ponga en duda el potencial del tamal capitalino. Los de aquí resguardan algunas particularidades, según explica Rafael Mier: “En el centro del país tenemos la costumbre de hacer un tamal batido con manteca en el que se usa harina de maíz nixtamalizada; es una harina fresca que se muele sin agua. Entonces obtenemos un polvo húmedo que se bate con la manteca para lograr que queden muy esponjosos”.
En delegaciones como Milpa Alta se elaboran los tamales blancos que llevan anís; los hay también de ayocotes, de alverjón, chile verde y frijol. De Xochimilco son los tamales de pescado con cebolla y tomate, cuya pertenencia al campo semántico del tamal es debatible pues se trata de un mextlapique: no lleva masa, pero va envuelto en hoja de maíz.
En cuanto a los envoltorios hay que recordar que la hoja no sólo cumple una función de receptáculo, sino que aporta sabor, textura y aroma. “De la planta del maíz se utilizan diferentes follajes para envolver los tamales: una es la hoja de la planta –esa que tiene forma de lanza– y se utiliza en el verano cuando las plantas del maíz están grandes. Otra variante es la que se hace con las hojas verdes del elote. Las hojas ya secas son las que se utilizan en los tamales tradicionales”, asegura Rafael Mier.
Existe otro fenómeno en la gran CDMX, el de los tamales gourmet. En los años noventa lo gourmet consistía en hacer un revoltijo de recetas tradicionales con ingredientes “modernos” o de lujo. Tal fue el caso de algunos tamales que iban rellenos con queso Philadelphia y mermeladas de frutos rojos, o Nutella o dulce de leche. En otro peldaño (¿más arriba? ¿más abajo?) estaban los que incluían queso de cabra, trufa u otras extravagancias fusión. Para nuestra fortuna, la gourmetización de las últimas décadas tiene que ver con el rescate de recetas y maíces en peligro de extinción o la revisión de tradiciones regionales. En su mayoría, estos tamales se elaboran con productos endémicos y recetas filtradas por las técnicas occidentales. ¿Nos gustan más? Sólo en algunos casos. Por ejemplo, los que se elaboran en el restaurante Tamales Madre, en la colonia Juárez, o los de cacao que ofrece Jorge Diez en Grana, Sabores de Origen.
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Recomendaciones de un experto
Si quieres zambullirte en el arte de hacer tamales, Rafael Mier de Fundación Tortilla recomienda investigar la ubicación del molino más cercano y mencionarle al vendedor que vas a preparar tamales. La indicación es importante porque “la masa que se ocupa se muele un poco más gruesa para que no se aprieten los tamales”. Si no hay molinos cerca, Mier aprueba el uso de harinas comerciales como Maseca o Minsa: “El principal maíz que utilizan es maíz blanco de producción mexicana. Lo que sí, es que suelen ser producto de variedades híbridas, que son de alto rendimiento, pero no son transgénicas”.
Hablar del maíz transgénico cobra relevancia a unas semanas de que el panel asignado para la resolución de disputas en el Tratado entre Estados Unidos, Canadá y México (T-MEC)emitiera un fallo en contra del decreto del gobierno mexicano, en el que se prohibía el uso de maíz transgénico en nuestro país. “Entre 17 o 19 millones de toneladas es lo que se está trayendo de maíz transgénico y se ocupa principalmente para la alimentación animal. Solo una pequeña porción de ese maíz puede llegar a la alimentación humana. Lo mejor es que tratemos de incrementar nuestra producción nacional para que podamos sustituir esa pequeña porción de maíz amarillo”, comenta Rafael Mier, experto en el tema. Su recomendación final es la de informarse sobre la procedencia del maíz que se va a consumir.
¿Tienes campos? Siémbralos. ¿Tienes sazón? Haz tus guisos. ¿Tienes una olla de vapor? Haz tus tamales. Eso sí, como dictaminan las creencias tamaleras, bendice la olla poniendo la sal en forma de cruz, cántales con tu voz más melódica y nunca los prepares enojado o llorando; podrías correr el riesgo de que queden crudos. Hacer, comprar y comer tamales es preservar la preparación más ancestral del maíz: un tema cultural y de soberanía que afecta a chilangos y nacionales.