Después de trasbordar varias líneas del metro y perdernos en los suburbios de Tokio, mi acompañante y yo llegamos a un pequeñísimo restaurante con fachada de madera. El trayecto nos había agotado, y nuestras tripas ya entonaban un réquiem. Al cruzar el umbral –una puerta de madera corrediza–, descubrimos un mostrador ocupado apenas por un par comensales locales.
El espacio se sentía algo lúgubre, quizás por la luz que se colaba por uno de los costados o quizás por el silencio de los hombres trajeados que, sin mirarse, devoraban de un bocado sus sushis. Aquello evocaba más una misa que un restaurante con estrellas Michelin.
Con un inglés difícil de descifrar, el itamae (chef del omakase) nos preguntó si teníamos alergias, de dónde veníamos y qué tipo de experiencia queríamos vivir. “Quiero sorprenderme”, le dije, como si eso pudiera provocarlo. Mi acompañante, hurgador de experiencias fuera de lo común, le contestó: “lo más raro que tengas”.
El hombre frunció las cejas mostrando la profundidad de sus arrugas. Inmediatamente comenzó a revolver entre cajas de madera, cuencos de arroz, mezclas de fermentos, algas y frascos rebosantes en encurtidos.

Uno a uno, el chef nos fue entregando hermosos sashimis y nigiris recostados en platitos de cerámica artesanal. El sabor fresco de esos trozos de pescado, cortados con arte, era una revelación.
Íbamos bien, hasta que cuatro tiempos después nuestras peticiones fueron escuchadas: el chef nos presentó un yakitori de embrión de pollo. “¿Embrión de pollo?”, repetimos, preguntándonos si su inglés o el nuestro era el problema. “Sí, embrión de pollo… pollo no nacido”. Sacudiéndonos lo traumático de aquella imagen, examinamos lo que teníamos en el plato. No podíamos decepcionarlo, así que probamos esas delicadas esferas naranjas.
¡Pum, crash! — gritó la saliva torrencial a lo largo de la lengua. Aquello, era una explosión de umami, un clímax inesperado. Con tristeza puedo decir que no he vuelto a probar algo así. Aquel, había sido mi primer omakase.
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Para experimentar un tipo de puesta en escena como la de ese día, no se tiene que cruzar los mares. Bueno, ni siquiera otro barrio. La tradición del omakase se ha esparcido por las grandes ciudades del mundo, incluida la nuestra.
Su origen se remonta a mediados del siglo XIX, en Edo, hoy Tokio. Su aparición tiene que ver con un pequeño-gran descubrimiento: Hanaya Yohei agregó vinagre al arroz en lugar de dejarlo fermentar durante meses. Este gesto sencillo hizo del sushi un elemento sine qua non de la cocina urbana que pronto se expandió más allá de Japón. Según me cuenta Toshi Narita, chef ejecutivo de Edo Kobayashi Group, los grandes restaurantes de sushi establecieron un formato en el que los clientes se dejan agasajar: el chef es quien elige, pieza por pieza, con los ingredientes más frescos del día.
Hoy el omakase no se limita al sushi. Los hay de yakitori, de tacos –como el que se sirve en Pujol–, de vegetales, de un solo ingrediente o los que combinan platillos de la gastronomía japonesa.
La palabra omakase significa literalmente “ponerse en las manos del chef”, un acto íntimo de confianza que sobrepasa la labor de un chef común y corriente. Por ello, ser un itamae no es cualquier cosa; se requiere valor. Al menos así lo cree Hiroshi Kawahito, chef al frente de restaurantes como SanTo: “Para mí, no es sólo cocinar. Es crear un puente de comunicación entre el comensal y quien cocina. Hacer de una comida algo íntimo”.

En un omakase no hay tantas reglas –que sí las hay como veremos adelante– como en el kaiseki, la experiencia tradicional de la alta cocina japonesa que consiste en un menú estacional, pero fijo, con pequeños platos reunidos en cada tiempo. Si el kaiseki es una sinfonía, el omakase es una pieza de jazz free style. Los nigiris que el chef sirve diariamente desafían –como la naturaleza, como el universo–, el status quo.
Los ingredientes responden a la hiperestacionalidad, a lo que la marea regala ese día en esa latitud. Luego, por supuesto está la destreza técnica del itamae, también llamado shokunin –artesano en japonés– cuya disciplina y búsqueda de la perfección son parte del aprendizaje. El maestro debe hacer uso ninja de sus cuchillos y de técnicas como la yanagi-ba, deba y usuba que exaltan el sabor y firmeza de cada filete.
El menú puede estar integrado por nigiris y sashimis de pescado fresco o madurado, cortes de wagyu, y cocciones en robatas o yakimonos (parrillas con carbón bichotan) que añaden complejidades gustativas. Lo que se busca es la construcción de capas de umami (el quinto sabor), por lo que también puede hacer uso de fermentos, encurtidos y marinados.
Quizás lo más difícil de ser itamae sea adquirir algo que no se aprende con los años ni con el oficio: la empatía. La tienes, o no. Ningún comensal llega con su biografía en la mano; el shokunin debe conectar con el comensal para intuir aquello que lo hará vibrar. Le hará algunas preguntas, claro.
Por ejemplo, el chef Ricardo Arellano, en la barra de Crudo, les pregunta su nombre, a qué se dedican, cuál es el interés de estar ahí. “Trato de entenderlos, porque vienen con expectativas”, afirma. De esas sencillas interacciones el itamae tomará algunas pistas para ejecutar su plan comestible. Un plan que no puede ejecutarse sin técnica, y por supuesto, sin el mejor ingrediente. Encontrarlo es el preludio de la obra maestra.

La antesala: encontrar el mejor producto disponible
En el gran archipiélago de Japón, casi todas las ciudades tienen acceso a pescado de aguas frías. ¿Y eso qué importa?, preguntarás. El frío obliga al pez a generar capas de grasa para conservar el calor. La grasa, en cuestión de sabor, es un contundente “sí, acepto”. El atún que se vende en el mercado de Tsukiji, en Tokio, es el ejemplo perfecto.
Sin embargo, los mares mexicanos no envidian a los nipones: los tenemos de todos colores, sabores y temperaturas. Chefs como Hiroshi, Toshi o Ricardo Arellano, optan por el pescado que viene de las corrientes frías de California, al norte del Pacífico, frente a Ensenada. Y como en el omakase, el detalle obsesiona, no basta la trazabilidad del ingrediente. Todos concuerdan que un pescado de calidad debe sacrificarse con la técnica ikejime.

Hace unas semanas, el destino me llevó a conocer este proceso de fonética agradable. Junto a un grupo de chefs de Ensenada y Brandon Escárcega –experto en la técnica– nos adentramos en altamar a pescar. Brandon, quien actualmente estudia un doctorado sobre el impacto social de la pesca consciente, ha investigado cómo influye la técnica de sacrificio en la calidad del pescado.
Después de que el oleaje nos sacudiera como canicas en una lonchera, encontramos un banco de peces. En este punto, Brandon y los chefs sintieron pronto el jaloneo en sus anzuelos. Yo mareada, trataba de documentar para olvidarme de la licuadora que era mi estómago. Tras algunos forcejeos, el primer pez subió a nuestro bote.
Brandon, con destreza y cuidado, lo colocó en una tabla, y mientras hacía el sacrificio, nos explicó que el ikejime que él realiza consta de tres pasos:
El primero, hacer una incisión en el entrecejo del pez que lo sacrifica de inmediato, sin dolor y sin estrés. Segundo, utilizar la varilla shinkeijime, para destruir el sistema nervioso e interrumpir la liberación de hormonas del estrés. Tercero, desangrar al animal para asegurar que no quede huella de estrés en la carne.

Según Brandon, el ikejime, además de asegurar una muerte consciente y respetuosa al pez, preserva la calidad de la carne: el músculo no se tensa. El pescado, de color pálido por el desangrado, posee una textura firme y un sabor absolutamente fresco, sin el gusto “pescadoso” de los animales sacrificados por asfixia o congelamiento.
“El olor fuerte a pescado, la textura flácida, el sabor intenso son respuestas del estrés que tuvo el pescadito al momento de que lo sacrificaran”, me dijo, casi con ternura.
Esa noche pude comprobar lo que Brandon expresó. El líder de la misión de pesca, el chef Eduardo Salgado, del restaurante de la bodega Hilo Negro, Emat, sirvió la pesca de esa mañana sobre una parmentier trufada y mantequilla de toronja. El resultado era asombroso.
El pescado, cocinado a la perfección, tenía una textura densa al contacto con el tenedor, pero se deshacía tersamente en la boca. Este joven talento, con experiencia en cocinas como Momofuku y Kappo Masa, confecciona un menú degustación impecable utilizando productos de trazabilidad y con la conciencia de quien ama la vida y lo que habita en él.
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Omakase a la mexicana
Los chefs de origen japonés Toshi y Hiroshi –antiguos compañeros en Edo Kobayashi Group–, trajeron su cocina y la adaptaron al producto mexicano conservando su esencia. Pero los intercambios culturales, al final, son parte de nuestra humanidad. Tal es el caso del oaxaqueño Ricardo Arellano, quien en su barra de omakase, Crudo, mezcla cocina japonesa con las recetas e ingredientes de sus raíces en la región de La Cañada.
Él quería lograr que los sabores de Oaxaca resaltaran en otro tipo de cocina y exaltar los productos del mar. Con eso en mente, utiliza pesca de sacrificio ikejime combinada con técnicas como nixtamalización, fermentación y procedimientos de largo aliento para construir capas de umami. Para él, el omakase es más que cocinar: es un acto de expresión. “Aquí no existe el engaño, porque cocinas de frente a tus comensales”, asegura el oaxaqueño.
También está el caso del chef Alexis Torres y la pastry chef Roxana Prieto, en San Miguel de Allende. Durante la pandemia comenzaron a cultivar el terreno de la madre de Alexis. Concluido el encierro, nació Naakary –nopales en otomí–, una cocina para siete comensales, con un menú degustación que puede cambiar diariamente, según lo que regale su huerto.
El chef trabaja con fermentos, sobre todo en las temporadas frías, y alterna con su cocina de humo para aportar complejidad a sus platillos. No lo llaman omakase, pero en esencia lo es: hay ingredientes de hipertemporalidad, creatividad e intimidad que se teje frente a cada comensal.

Un apéndice de reglas en el aire
No existen reglas escritas para comer en un omakase, salvo una: la confianza hacia el chef. Por ello, según el chef Hiroshi, pedir más soya o un extra de wasabi podría estar fuera de lugar. El itamae te dará el alimento listo y perfecto para ser devorado.
Nada de esperar el encuadre ideal ni alargar la historia de tu prima que al final no se casó. El nigiri se come de inmediato para disfrutarlo a la temperatura y textura que el chef elucubró.
¿De un bocado o de dos? Mejor de uno. Por eso, el itamae ajusta el tamaño dependiendo del comensal. El orden también importa. Hiroshi afirma que debe haber bajadas, subidas y momentos climáticos en el performance del omakase.
Lo común es comenzar con los pescados más ligeros hasta los más grasos; se inicia con el sashimi, los nigiri, maki y al final, con lo que se expuso al carbón. Puede o no haber miso y por supuesto, un postre con ingredientes de temporada.
Pero, al final lo verdaderamente dulce del omakase es más sutil y se llama intimidad: la cercanía del chef frente a su comensal con el único fin de sembrarle una impronta de gozo. ¡Qué misión tan única!

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