En México 1947 fue un año memorable. Miguel Alemán aplicó su famoso “rifle sanitario”, que terminó por matar 600 mil vacas locas o susceptibles de enloquecer en la paranoia de la epidemia de fiebre aftosa; el enchinado “permanente” se puso de moda en varias ciudades; el mambo y la rumba mandaban en los antros del centro chilango; Ismael Rodríguez estrenó Nosotros los pobres . Y miles de braceros regresaron al país desde Estados Unidos. Habían ido legalmente a “apoyar” el campo gringo en sustitución de campesinos llamados a las filas de la segunda guerra; traían consigo algunos (no muchos) dólares, algunas palabras –creo que venían bonche, lonch o lonche y chance en la maleta– y la felicísima costumbre de comer hamburguesas.

No todos vieron la llegada de esa costumbre como un acontecimiento feliz. Novo, que podía ser divertidísimo, fue de los primeros en quejarse, cegado por quién sabe qué extraño velo conservador. (¡Novo, por dios!) Todavía para los años setenta había voces descontentas. Tomen por ejemplo a Luis Marcet –o Gastrófilus, como a veces firmaba–, que era un señor que de pronto podía tener una prosa muy correcta, incluso inspirada. Pero también lo cegaba obcecadamente una cochambre conservadora. Él, por entonces, publicó el volumen ¿Hamburguesas? No, gracias . O a José N. Iturriaga que, en un arranque patriótico que espero todos nosotros veríamos con sospechas en estos días, escribió: “La sencilla baguette francesa, el pepito, el magro bocadillo español o la hamburguesa poco tienen que hacer al lado de las tortas compuestas, cuyo origen es la ciudad de Puebla.” Afortunadamente, los cambios en las comidas populares –como en el lenguaje popular– no están sujetos a los vanos obeliscos de las autoridades, y a los chilangos pronto se nos quedó el gusto de la hamburguesa. Ya sabemos esa parte de la historia.

Hay unos cuantos lugares en que se puede comer hamburguesas a la antigüita en la ciudad. Y pienso ponerlos todos en esta columna, así me lleve la chamba en ello. Con ustedes: Mr Kelly’s. Nació con los años setenta, y se le nota en casi todo. Huele exactamente como olía hace cuarenta años: a grasa de res, a tizne moderado, a papel encerado, a plástico. Se ve como hace cuarenta años también: melaminoso, amarillo, naranja. Y su hamburguesa es como era hace cuarenta años: microcosmos sinestético de texturas que son sabores que huelen y se ven: bien sazonada carne molida (no nos hagamos ilusiones de esperar carne “jugosa”; esto es hamburguesa a la antigua), acidez de un queso ligeramente amarillo, agudo, la autoridad salina del tocino crocante (si el cliente lo desea), el decisivo tronar de una lechuga helada, la pungente cebolla y el acidulado jitomate… Es una hamburguesa que ha viajado cuatro décadas subida en un Delorean a 88 millas por hora.

Cuando tenía diez años me dio una versión particularmente maligna, terrible, de sarampión. Durante una semana no probé bocado. El doctor temió que si sobrevivía perdería la vista. Un buen día pareció que empezaba a recuperarme; abrí los ojos, estiré la pequeña mano y dije: “¿Me traen una hamburguesa de Mister Kelly’s?” Mi mamá se puso a llorar.

Mr Kelly’s. Insurgentes Sur 337, Condesa.

Precios. La última vez que estuve ahí pedí un paquete Mr Clásico (hamburguesa con queso, un refresco, papas a la francesa). Fueron 83 pesos.

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