De niña, solía pensar que amaba la pasta, pero era una ilusión. Me la servían en forma de spaghetti, sumergido en una marea de salsa roja, y a veces le esparcían trozos de algo que emergía de un cilindro verde que algunos denominaban queso, pero que a mí no me gustaba. En las fiestas infantiles, la pasta se acompañaba con una rebanada de pan blanco, frío y chicloso, y cómo olvidar cuando me presentaron el ingrediente secreto: vinagre de rajas en escabeche. En aquel entonces, no sabía que estaba ofendiendo los sentidos del 99.9% de los italianos.
La historia de mi vida
Sin embargo, el camino de mi relación con la pasta no siempre estuvo pavimentado de desencanto. Recuerdo con nitidez la dedicación que mis padres depositaban en la pasta durante la cena de Navidad. Adquirían pasta fresca y la cocinaban en casa. Entre ravioles y lasañas, mi comprensión de uno de los ingredientes más venerados del país de la bota comenzó a transformarse. Más adelante, mis visitas a restaurantes como Casa d’Italia o Alfredo di Roma, establecimientos que durante décadas se han esforzado en servir auténticos festines culina rios, consolidaron mi amor por la pasta.
El espectáculo que me brindaron la primera vez que degusté el Fettuccine Alfredo en Alfredo di Roma, con sus cubiertos dorados, fue inolvidable. Aunque los míos eran de acero, el sabor de esa pasta, elaborada con mantequilla, pasta y queso, se convirtió en una joya gastronómica.
Algunos años después, Casa d’Italia, que parecía haber quedado suspendida en el tiempo con sus manteles a cuadros y su atmósfera de trattoria, sufrió una metamorfosis este año, como si Marcello Mastroianni se hubiera transformado en Gianluca Vacchi. La pasta carbonara, su especialidad, era ex cepcional. Solo puedo esperar que el cambio de imagen no comprometa su sazón.
Pero en esta historia hay un punto de quiebre, y su nombre rinde homenaje a la abundancia de sastres en Italia: Sartoria, que significa "sastrería". Aunque su estética se distancia de la moda italiana clásica, mantiene un refinamiento impecable. Cada una de sus pastas encierra un fragmento de felicidad, pero, cuando se trata de la dolce vita, mi predilección recae en la cacio e pepe.
Los pastores de la región del Lacio que la crearon nunca imaginaron que su plato cotidiano, preparado con queso pecorino y pimienta, se convertiría en un manjar apreciado en todo el mundo. Durante sus trashumancias, los pastores solo llevaban consigo alimentos resistentes para sobrevivir a largas jornadas, como el spaghetti seco, el queso pecorino y la pimienta negra.
Para concluir, obviemos el resto de la extensa oferta italiana en la capital y trasladémonos a una de las terrazas más encantadoras de la Roma. Con plantas que se despliegan por todas partes, te sumerges en una escena que evoca la película "Grandes Esperanzas", aunque aquí la protagonista no es Gwyneth Paltrow, sino la pasta. La variedad de opciones se refleja en sus nombres, poco comunes en Tierras Aztecas, pero no hay razón para intimidarse, sino más bien para preguntar.
El maccheroni (macarrón) con nduja (un embutido de cerdo picante) y burrata es una garantía, aunque la porción me pareció un tanto tímida. Sin embargo, es una excelente oportunidad para probar alguna entrada, como la ensalada con berenjena, caponata o las anchoas del Cantábrico. Además, agregando una pizza y, de manera casi obligatoria, cerrar la comida con un tiramisú, el resultado es verdaderamente maravilloso.
*Diana Féito es periodista gastronómica, apasionada por descubrir historias. Siempre la encontrarás comiendo algo rico y compartiéndolo en sus redes.
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