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Santo que no es visto, no es adorado. Lo mismos sucede con la tercera raíz de la cocina mexicana: nadie la ve. No porque no la queramos –¿cómo desamar algo que le pone sabor a la mesa? –, sino porque quienes escribieron la historia, quienes la documentaron, quienes hicieron los libros de primaria… todos, tú y yo, hemos dejado en la penumbra a la veta africana de nuestro recetario. Dicho de otro modo: le hemos robado la “ce y la “eme” a la “Cocina Mexicana”.

Lo de “borrado” no es una metáfora. Ojalá lo fuera. Desde el siglo XIX, cuando se moldeó la identidad mexicana, la comunidad afrodescendiente fue omitida. Vaya, para poner más sal en la herida, esta comunidad recién acaba de ser reconocida constitucionalmente apenas en 2019.

La antropóloga Yesenia Peña señala que tiene que ver con narrativas de poder en la que se nos ha dicho que los intercambios sociales y culturales con estas raíces fueron insipientes o irrelevantes. “El resultado ha sido el ocultamiento de esta tercera raíz –explica–, el desplazamiento del sentido racial hacia la clase social, que los estigmatizó y generó el estereotipo de que el afrodescendiente en las colonias hispanoamericanas, sólo podía ser sinónimo de esclavo”.

Su colega, la antropóloga Liliana Hernández, recuerda que, tras dos décadas de activismo, fue hasta el censo de 2020 cuando el INEGI incorporó una pregunta sobre dicha identidad: “¿De acuerdo con su cultura, historia y tradiciones, se considera afromexicano, negro o afrodescendiente?”. Más de 2 millones 576 mil personas respondieron afirmativamente. La raíz estaba lista para ser nombrada.

Cocina afromexicana. Foto: Instagram
Cocina afromexicana. Foto: Instagram

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Las comunidades afrodescendientes no se han disuelto ni asimilado por otras etnias: siguen aquí. Se prueban, se escuchan, se zapatean en las regiones donde la Conquista requirió brazos para herrerías, carpinterías, ganaderías y, por supuesto, para los trapiches de los ingenios azucareros.

Y como el bien de unos es el mal de otros, cuando el Papa Pablo III emitió la Bula Sublimis Deus, una declaratoria de que los indígenas de América tenían alma, derecho a la libertad y a un trato libre de crueldad, Carlos V acató el mandato, pero enseguida reprimió a los africanos.

Esta comunidad desembarcó de los transatlánticos que zarpaban de Europa y hacían escala en África occidental antes de cruzar el Atlántico con destino a Nuevo Mundo. Gran parte de ellos ingresaron al continente a través de los puertos de Veracruz y Cartagena de Indias; otros lograron cruzar la brecha y se dirigieron al sur hasta Guerrero y Oaxaca.

El crecimiento de la industria azucarera del siglo XVII y XVIII en Veracruz atrajo un flujo significativo de esclavos a zonas como San Andrés Tuxtla y alrededores. En palabras de Javier García Cerillo, chef del restaurante Mesa Criolla en Xalapa y estudioso de las migraciones de su estado, dichas poblaciones siguen habitadas casi enteramente por familias de afrodescendientes que resguardan las costumbres de sus abuelos.

Tal es el caso de Yanga, una comunidad que lleva el nombre de su líder homónimo y que según me cuenta Javier, es posible que haya sido la primera población en independizarse de la corona española. Cuenta la leyenda que Yanga procedía de una estirpe noble cuando fue capturado como esclavo y traído al Nuevo Mundo. También se dice que lideró la primera comunidad cimarrona (aldeas de resistencia contra el sistema esclavista) que logró independizarse.

Cocina afromexicana. Foto: Instagram
Cocina afromexicana. Foto: Instagram

Entre mondongo y fandango

Los esclavos africanos dejaron atrás su continente, su libertad y sus ingredientes. Sin embargo, las mujeres, encargadas de realizar las labores domésticas en la Nueva España incorporaron sus referencias gustativas, saberes y técnicas en las grandes casonas. “Las mujeres jugaron un papel central en el ámbito doméstico, la cocina, el cuidado y como nodrizas, siendo guardianas de saberes culinarios y medicinales”, asegura Peña.

La influencia africana en la cocina no es menor. De entrada, transformó la forma en que se aprovechaban los alimentos: por necesidad, los africanos y sus descendientes aprendieron a cocinar con lo que otros consideraban desechos. Para el historiador y director del Conservatorio de Cultura Gastronómica Mexicana, José N. Iturriaga, esa es la esencia de la cocina africana; la sangre, las vísceras y pellejo que los blancos desperdiciaron, en manos negras, fueron transformados en un banquete. Y, desde entonces ¿qué sería de la gastronomía mexicana sin esas partes del cerdo y la res, que en muchos países consideran excentricidades? ¿Qué sería de los tacos de cabeza, los domingos por la mañana y las madrugadas que nos encuentran hambrientos cruzando una esquina?

La herencia no se limita a las carnes. En Guerrero, puerto donde llegaba la Nao de China cargada de plantas de coco y plátano de Filipinas, la comunidad negra aprendió a sacar partido de cada fibra y de cada rincón de estos frutos. A partir de ellos, inventaron dulces que confeccionaron en diversas formas, los machacaron para hacer tortitas, los sumergieron en fritura profunda, los sirvieron en bebidas refrescantes como la tumba e incluso los dejaron fermentar para crear licores de aires dionisiacos.

Cocina afromexicana. Foto: Instagram
Cocina afromexicana. Foto: Instagram

Según Iturriaga, el rastro de esta raíz suele ser más fácil de encontrar si se desempolvan las palabras. Ahí está la palabra moronga, que nombra a unas tripas de cerdo rellenas con sangre, grasa y especias cocidas a modo de embutido, y que son primas hermanas de la morcilla española. “En la Nueva España este platillo adquirió un matiz social –explica Iturriaga–. Como los esclavos estaban relegados, recibían lo que nadie quería comer. Así, cuando se mataba un puerco, a ellos se les dejaba la sangre y las vísceras. Con eso preparaban la moronga”.

Otra palabra –y guiso– de origen africano es el mondongo, que en los estados del centro se suele llamar pancita o menudo, y que, en Oaxaca, se prepara junto a otras partes del animal como las patas. La morisqueta, plato popular de la costa de Michoacán y Guerrero, es un arroz sencillo que sirve de base para (ponga su alimento favorito) unos frijoles con caldillo de jitomate, pescado frito, cerdo o verduras. En Cuba son los moros con cristianos, mientras que en algunas regiones de México también los llaman casamiento, porque no van separados del arroz; van juntos, revueltos, inseparables.

En cuanto a bebidas, según el historiador, el chilate oaxaqueño y guerrerense que se prepara con cacao, arroz y canela podría tener origen afromestizo. También habla del tepache, la bebida favorita de las carreteras. Aunque su raíz es indígena –originalmente se preparaba con maíz– luego se comenzó a preparar con desechos de la piña: “El tepache se hace a partir de las cáscaras de piña fermentadas con azúcar o piloncillo, o sea hecha del aprovechamiento de desperdicios y lo mejor, es que era embriagante”, termina Iturriaga.

La herencia africana no sólo sazonó nuestra alacena, también nuestras calles, nuestras festividades, nuestra alegría. La marimba, el bongó, la samba, la batucada, la pachanga… todas son palabras que bailan al son del tambor africano. ¿Casualidad? No lo creo.

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Nidia Hernández. Foto: Instagram
Nidia Hernández. Foto: Instagram

La historia de Nidia Hernández

La cocina es una suerte de trinchera, y la preservación de costumbres, un acto de resistencia. En ese tenor ha transcurrido la historia de Nidia Hernández, una cocinera tradicional que al hurgar en las raíces de su linaje descubrió su destino: la vocación de dar voz a su afrodescendencia.

Ella vive entre mangles rojizos, el aroma de las orquídeas silvestres y los aullidos de los saraguatos. Ahí, en Yambigapan, al sureste de los Tuxtlas, ha construido su estancia de turismo rural donde instruye a los visitantes sobre los ingredientes y la cocina de su familia.

De niña la llamaban “mi negrita”. Un apodo que recibía con ternura, y más aún si venía acompañado con los dulces de coco y horchata que le preparaba su tía. De su infancia recuerda también las tortillas recién salidas del comal espolvoreadas con una pizca de azúcar. ¿De azúcar?, te preguntarás.

Este gesto insignificante contiene kilos de información. En 1524, Hernán Cortés fundó el primer trapiche de América en la región de los Tuxtlas. Desde entonces, los excedentes de azúcar se filtraron en las cocinas de los afrodescendientes donde el fruto de la caña se coló en guisos salados y postres.

Nidia sonríe al contarme que en su comunidad le ponen azúcar a los frijoles. “Si te das cuenta, los frijoles no son dulces ni salados”, me dice, y pienso que tiene razón. Los japoneses llegaron a esa misma conclusión. Ellos elaboran una pasta de frijol endulzada (anko) que da vida a un sinfín de postres como el mochi.

Nidia Hernández. Foto: Instagram
Nidia Hernández. Foto: Instagram

No hace mucho tiempo que Nidia se dio cuenta que los guisos de su abuela y de su madre no tenían una raíz indígena, sino afrodescendiente. Fue hasta amistarse con la maestra Raquel Torres cuando comenzó a entender por qué en su olla se mezclaba la yuca y la malanga, por qué en su casa dejaban secar la carne de res y el pescado en el traspatio.

Entonces Nidia comenzó a sumergirse en su propia historia, a rastrear su árbol genealógico hasta encontrar un linaje marcado por la resiliencia. A su juicio, existe mucha ignorancia sobre esta raíz, no sólo entre los mexicanos en general, sino entre quienes llevan esta sangre.

La labor de la cocinera afroveracruzana es también social. Hace algunos años comenzó la exploración de ingredientes como el agachilo, una raíz afrocaribeña que en México estaba casi perdida y que, gracias a su trabajo, diversificó su uso en atoles, panes y horchatas. En solo un año logró que su cultivo creciera un 30 por ciento a través del trabajo comunitario.

Entre las técnicas que Nidia resguarda está la cocción a doble fuego: brasas por abajo y por encima para que el calor abrace al alimento y lo cueza de manera uniforme. Se utiliza para las barbacoas, pero no exclusivamente. Ella incluso lo ha visto para hornear pan.

La labor de Nidia no tiene final y, aunque sigue recopilando recetas de su comunidad, existe una que atesora personalmente: la tortilla Delfina. La preparaba su bisabuela, quien llegó al continente como esclava: “Con la hoja del acuyo, mi bisabuela Delfina hacía una pasta que se parece mucho al pesto”.

En un molcajete molía chile con ajo y sal hasta lograr una pasta. Agregaba manteca de cerdo y las hojas de acuyo previamente desvenadas. “Hacía una tortilla de mano y le untaba esta pastita”, me dice Nidia.

En alguna esquina de la memoria colectiva sigue viva nuestra raíz afromestiza. Cuando el mundo se disuelve en la homogenización cultural, la cocina regional, la campesina, refleja que la identidad no está a la merced de una moda. Personajes como Nidia y la maestra Raquel Torres nos recuerdan que, la nuestra, es una cultura de culturas y que en este gran altar que es la gastronomía mexicana, cada una es pilar.

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