Imposible entender el renacimiento vinícola de Guanajuato sin dar crédito a este enólogo de la estirpe Manchón, iniciadores de este movimiento de la viticultura moderna en un territorio de gran historia, cultura y gastronomía.
¿Cuándo supiste que querías dedicarte al vino?
Es algo que uno trae en la sangre, por así decirlo. Desde pequeño hacía con mi padre vinos muy artesanales, con máquinas desarrolladas por él. Me metía mucho al viñedo también. Mi mamá cuenta que yo agarraba las uvas, las pisaba y me las comía. Cuando me preguntaban que quería ser de grande, yo decía ‘quiero hacer vinos’.
¿Cómo te profesionalizaste?
La opción era irme a España, por los parientes y la lengua, pero en ese entonces la industria del vino en México era poco prometedora y entiendo perfecto que la petición de mi madre fuera ‘estudia en forma’.
Cuando salí de ingeniería industrial, en 2002, no había escuelas. Estaba, quizá, La Escuelita, en Baja California, o algunos programas muy técnicos sin título profesional. Terminando la carrera ya estaba inscrito en la Universidad Politécnica de Valencia.
¿Había que migrar para aprender?
Pude haberlo hecho con la enseñanza de mi papá, pero siempre fui muy preguntón. Mi papá me respondía con un ‘porque así debe ser y ya. Yo sabía que debía haber alternativas’. Decidí estudiar para entenderlo.
Tienes maestría en enología
Sí. Tiene un nombre larguísimo: máster internacional en ciencia e ingeniería de los alimentos, especialidad enología. Según yo, tenía buenas bases, pero entro al propedéutico y me di cuenta del híper nivel en química. A los tres días hablé con el profesor y le dije ‘no la voy a hacer, mejor me regreso a México’. Bien amable, me dijo: ‘te espero en el cubículo’ y me dio un libro. Me la pasé estudiando y lo logré. Me aventé la maestría y, a la par, mi tesis. Solo, sin novia, con pocos amigos… era un ratón de laboratorio.
¿Te contrataste como enólogo?
Uno de mis profesores y la directora Inmaculada Álvarez me invitaron a los jueves de catas donde evaluaban perfiles y precios. Aprendí un montón con ellos. Ahí me dieron la batuta para dirigir una tesis de doctorado y tres de licenciatura. Creo que me vieron tan dedicado, tan apasionado, que hasta me metí a clases sin tener que estar, que me invitaron a trabajar en Labor del Almadeque, en Utiel-Requena.
Cuéntanos sobre esa primera experiencia…
Empecé como tercer enólogo. Me tocó barrer, trapear, limpiar los tanques… era el chalanazo. Al ver mi entusiasmo, me involucraron en más actividades y responsabilidades hasta ser segundo enólogo, abajo del titular. Ganaba bastante bien, así que presenté la tesis, terminé la maestría y seguí trabajando.
¿Cómo surge la cosquilla del doctorado?
Llegaron nuevas máquinas y la universidad me preguntó si me interesaba participar en una investigación sobre la calidad de las burbujas en los cavas.
Acepté con la consigna de hacer los estudios del doctorado con una tesis sobre la calidad espumante de los cavas. La Generalitat Valenciana me dio todo el apoyo para encargarme del proyecto.
¿Cómo decidiste volver a México?
En ese entonces, mi padre ya estaba cansado y siempre que hablaba con él, sentía nostalgia. Iba y venía, hasta que decidí quedarme, quería estar presente con mi papá.
Y la historia de tus vinos…
Empecé en aquel entonces. Me fui a comprar uvas en Zacatecas, así hice los primeros vinos con mi papá; con la mala gracia de que me acabé el dinero y quebré.
¿Cómo te vinculaste con Cuna de Tierra?
Hace unos 47 años que mi padre llegó por estas tierras a cuidar algunos viñedos y empezó a descubrir que es una zona interesante para los vinos tintos. Muchos de los ranchos que asesoraba ya habían invitado expertos del mundo, pero todos decían: ‘sigan cosechando uva para brandy y vinos dulces’.
Nadie se atrevía, pero mi padre conoce a Don Ignacio Vega, un señor igual de entusiasta y arriesgado, y deciden plantar a nivel experimentación una primera tabla con diferentes varietales tintos, creo que no llegaba a un tercio de hectárea.
Recuerdas esos primeros experimentos…
Mezclaban todo. Mi papá hacía un vino llamado Sangre de Toro. Se vendía a granel, se compartía en las fiestas a un precio barato, mucho se regalaba entre amigos. Con todo lo que sobraba, las uvas que no se alcanzaban a cosechar, se hacía un último corte para la mistela de mi papá. Eso sigue siendo a la misma usanza. Es el tributo a la herencia del viejo.
¿Cuando te involucras en el proyecto?
Al enterarse Ricardo Vega, hijo de Don Ignacio, que me iba a España, me dijo ‘voy a plantar la tabla dos, para que hagamos vino’. Al regresar, las vides ya estaban produciendo, así que lo apoyé en vinificar; el proyecto todavía no se llamaba Cuna de Tierra.
Me invita a hacer equipo y nos juntamos. Yo seguía con mi proyecto, quebrado, sin un cinco, y todo mi dinero era para seguir invirtiéndole; hasta que, poco a poco, fue despertando esta región.
¿Cuándo nace Cuna de Tierra?
Después de asociarnos, mandamos el primer vino a la revista Catadores. Sin etiqueta y con la suerte de que lo consideran uno de los cuatro mejores vinos de México. Ahí despierta la emoción y se plantan las tablas tres y cuatro.
Después, en el 2008, recibimos a El Palacio de Hierro. El vino les gustó tanto, que nos propusieron hacer el vino del Bicentenario, embotellamos una cosecha 2009 con un año en barrica. Se presentó en Centro Banamex, con gran escenario.
¿Cuál dirías que es el distintivo del terruño guanajuatense?
Creo que, por su ubicación, su tipo de clima y suelos, el terruño guanajuatense genera vinos bastante elegantes. Ahora, el mundo del vino busca es elegancia, esa parte sutil, con las expresiones del varietal.
Los concursos, ¿son una herramienta de marketing?
La idea de los concursos, para nosotros, nunca fueron las medallas. El punto era mandar los vinos a ser evaluados por paneles expertos y recibir información útil para mejorar, porque estábamos en el desierto, sin vecinos a los cuales preguntar sobre la vinificación, la cosecha, los varietales… Pero con la bienaventuranza de que siempre obtenemos medallas.
¿Cuál es hoy la relación y el comparativo entre Cuna de Tierra y Cavas Manchón?
Son bodegas hermanas, hemos crecido juntos, tenemos muy buena sinergia y nos apoyamos en todo. Cavas Manchón es una empresa familiar que heredé de mi padre y es mi capricho mantenerla, me cuesta, aunque ya no tanto. Es un legado que dejó el viejo y no la puedo dejar morir, es un compromiso moral y Ricardo Vega lo entiende.
Hoy Cuna de Tierra tiene 42 hectáreas plantadas, 30 variedades y produce 170 mil botellas anuales. Para Cavas Manchón tengo el viñedo El Raco con tres hectáreas y media en alta densidad, compro uva en los alrededores y se producen 30 mil botellas.
¿Cómo defines la evolución de tu estilo enológico?
Realmente creo que nuestro equipo de trabajo no está casado con una forma específica; buscamos siempre la vanguardia. De hecho, he procurado irme, todos los años, a algún lugar del mundo para aprender, porque siempre hay cosas nuevas.
Sí creo que nuestros vinos han tenido una evolución bastante correcta, también hemos evolucionado en maquinarias, tenemos equipos que además de simplificar nos ayudan a cuidar todas las cualidades organolépticas, la asepsia del vino…
Incluso a la vinificación de cada año invitamos a enólogos de otros países para que trabajen con nosotros y puedan compartir experiencias y sugerencias.
Si fueras una uva, ¿Cuál serías?
Me gustaría ser Cabernet Franc, que es una de mis favoritas. Y si fuera un vino sería Incauto, de Cavas Manchón.
Y si hoy tuvieras a tu padre sentado a la mesa, ¿con qué te gustaría brindar?
Me gustaría brindar con un vino que elaboré precisamente para mi madre, pero lo hice pensando en mi padre y lo que él tomaba. Ni siquiera está etiquetado, es un vino que me tomo poco a poco, se lo doy a mi mamá para sus fiestas, es el que regala ella. Brindaría con ese porque lo pensé a la usanza de mi viejo, tiene Nebbiolo, Malbec de El Raco, Salvador y un poquito de Carmenere.
Pero me gustaría terminar ese brindis con una mistela y que me dijera ‘es la misma que yo hacía’.
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