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El martes 19 de septiembre a las 13:14, estaba sentado trabajando en casa, siento el fuerte movimiento del piso y escucho las paredes rechinar, me levantó sin pensarlo y, en segundos, estoy parado en medio del jardín.
En una zona de la Ciudad de México donde los temblores casi no se sienten, tengo que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio. A través de las puertas de vidrio puedo ver como todo se agita dentro de la casa, mientras los árboles y plantas del jardín se mecen de un lado a otro. Las paredes de los vecinos y todas las estructuras alrededor crujen. En medio de este movimiento intenso, hay un par de sacudidas violentas. Es como estar en un avión que atraviesa una turbulencia, pero es la tierra bajo mis pies la que se mueve, de arriba abajo, de un lado a otro, sacudiendo todo, como si el mundo fuera de juguete.
Siento miedo y hago lo único que puedo hacer en ese momento, rezar. Cuando la tierra se estremece así, el tiempo se deforma; los pensamientos se vuelven sensaciones, inquietudes. ¿Cuándo va a parar? Si así se siente aquí ¿Qué está pasando en otros sitios? ¡Es 19 de septiembre, no lo puedo creer! Mi familia, mis amigos, mi ciudad ¡Que no les pase nada! ¿Y si no para?
No sé cuándo se detiene el terremoto. No me atrevo a entrar de vuelta a la casa porque la lámpara del comedor sigue moviéndose. ¿Ya pasó? ¿No pasó? ¿Y si tiembla otra vez?
Sobresaltado, sé que soy uno de los afortunados. Aquí no pasó nada, pero pasó algo, sí pasó. Está pasando. Entro a la casa por mi celular y salgo de vuelta al jardín. No salen llamadas, pero WhatsApp, bendito WhatsApp, funciona. Familia y amigos están bien, algunos aterrados, pero bien. Sin embargo hay derrumbes, muertos y heridos en la ciudad de México y en al menos 5 estados.
Videos, fotos e información de la tragedia comienza a inundar las redes sociales y los noticieros.
En la Ciudad de México, mi ciudad, rescatistas y miles de civiles ayudan a sacar gente que ha quedado atrapada en los derrumbes. Se forman cadenas humanas de ciudadanos que mueven las toneladas de cascajo de las construcciones caídas. Viviendas, oficinas, negocios y escuelas vueltas ruinas bajo las cuales hay sobrevivientes. Luego del shock inicial, miles de civiles de todas las edades y clases sociales, se lanzan a las calles a comprar comida y medicina para la gente que está ayudando en las labores de rescate.
En los supermercados, la gente compra alimentos fáciles de consumir e intercambia datos de centros de acopio en los alrededores. Se vacían las farmacias. Multitudes de jóvenes se organizan para ayudar llevando medicinas, canalizando el apoyo, coordinando voluntarios. A menos de 24 horas del terremoto, es tanta la gente tratando de ayudar en las calles, que piden que nos abstengamos de salir para no entorpecer los rescates.
Demasiada información circula, mucha es falsa. Sin embargo, la organización civil sigue adelante. Es una carrera, porque entre más tiempo pase, disminuyen las posibilidades de encontrar vida.
Las 48 horas posteriores al temblor son a ratos frustrantes. Quiero ayudar en los sitios donde hay derrumbes, pero estoy lejos de las zonas afectadas y, por el momento, sólo puedo preparar alimentos, comprar y llevar medicinas, difundir información. Me anima pensar que eso que estoy preparando, lo estará comiendo algunos de tantos héroes anónimos que asisten en el desastre.
El jueves por la noche, Tere Castagnino, una amiga argentina, tocada hasta el alma con la tragedia, me propone lanzarnos al multifamiliar Tlalpan. Al parecer, hace falta ayuda.
Vamos a Tlalpan, un par de kilómetros antes de la estación del tren ligero de Las Torres, el tráfico se hace más y más denso. Muchos coches llevan ayuda, otros intentan volver a casa. De pronto, un adolescente en bicicleta, circula en sentido contrario, en medio del tráfico. “Apaguen sus luces, apaguen sus luces, que hay fuga de gas” –grita el chico a los conductores. Los autos apagan las luces. Hay más voluntarios, en bici o a pie, pasando en medio de los coches, pidiendo apagar luces, celulares, cigarros y demás. El chico de la bici viene y va entre los carriles, repitiendo la información, cuando pasa de nuevo junto a nosotros, Tere lo llama y le pregunta cómo llegar hasta el derrumbe, pues ella puede aportar apoyo ya que trabaja con arquitectos, ingenieros y carpinteros en su estudio de diseño.
El chico nos informa con entusiasmo que él conoce a la gente coordinando los rescates y que nos puede llevar hasta allá si es que podemos apoyar. “Sí, él es arquitecto” –miente Tere, refiriéndose a mí. Yo siento mariposas en el estómago de tan sólo imaginar la posibilidad de estar en medio de las labores de rescate, confesando que soy guionista y comediante, y que mis conocimientos estructurales son más bien narrativos. Por otro lado, tengo grupos de amigos que trabajan coordinadamente, llevando todo tipo de apoyo, de un lado a otro de la ciudad, por lo que puedo ayudar si sé de primera mano qué se está necesitando. Aceptamos la asistencia del chico, quien ahora nos guía entre el tráfico que avanza lentísimo y a oscuras, hacia un sitio en donde podamos dejar el coche, para luego caminar hasta la zona del derrumbe.
“¿No tienes condones?” me pregunta una joven robusta que se ha acercado hasta mi ventanilla. La miro, francamente desconcertado. “Es para sellar las fugas de gas” – agrega al ver mi expresión de azoro. Traemos guantes, cascos, chalecos, botas. Nunca se me ocurrió cargar condones.
Jonathan, nuestro nuevo amigo, tiene 16 años, vive con su familia en Tláhuac y, desde el día del terremoto, ha recorrido la ciudad en su bici, varias veces, de una zona dañada a otra. Bien parecido y de mirada bondadosa, Jonathan habla y se mueve de prisa, como queriendo ir a ritmo de su pensamientos. Mientras nos bajamos del coche y nos ponemos cascos y guantes, Jonathan cuenta que le aflige lo ocurrió en el Colegio Rebsamen, donde murieron por lo menos 20 niños, pues él tiene hermanos pequeños. Nos recomienda dejar las cosas en el coche, pues aunque no han sido muchos, ya ha habido varios asaltos a voluntarios. “¡Qué hijos de puta!” – pienso.
Sobre la calzada poco iluminada, caminamos un par de cuadras hacia un puente peatonal que cruza hacia el otro lado, que ha sido cerrado y está justo a unos 200 metros del edificio donde vivían alrededor de 40 familias y aún hay gente viva bajo los escombros. Algunas personas recorren las calles cargando bultos y canastas. Al vernos con casco y guantes, de inmediato nos ofrecen comida, agua, galletas, refrescos.
Subimos el puente y hay más gente. Voluntarios coordinando, policías, personas ofreciendo comida, curiosos documentando con sus celulares y hasta alguien con una cámara profesional. Un rescatista que viene de prisa, en sentido contrario a nosotros, sudando y con el pelo lleno de polvo, se detiene junto a un grupo de chicas que observan curiosas desde el puente y les dice “Nos urgen arneses, rodilleras, coderas, cuerdas, líneas de vida, talco, condones, pinzas, cascos, guantes, botas… Difúndanlo en sus redes” Las niñas le piden que lo repita para que le tomen video. El rescatista les dice que no, pues tiene prisa. Les vuelve a decir que difundan y que incluyan fecha y hora, se va. Grabo un audio con la información y lo envío a varios grupos.
Este lado de la calzada es un mundo distinto. Muy iluminado, cerrado a la circulación y con cientos de personas; parece una fiesta popular, pero en lugar de gente intoxicada, la mayoría está esperando entrar a ayudar, o enfocada en hacer algo por alguien. Vecinos y voluntarios nos ofrecen tortas, pan dulce, café, galletas, sándwiches. A unos 100 metros de la bajada del puente, hay vallas que restringen el acceso al multifamiliar, custodiadas por población civil organizada y soldados.
Jonathan nos acerca hasta ellos. Preguntamos qué tipo de voluntarios necesitan y nos señalan una larga fila de gente, del lado derecho de las vallas, todos profesionales ofreciendo su apoyo: ingenieros, arquitectos, médicos, enfermeras, paramédicos, carpinteros, plomeros. No han pasado porque no tienen botas con casquillo ni casco.
A pesar de tener lo necesario para acceder al área, Tere desiste, pues sabe que ella no es el tipo de especialista que necesitan. Sin embargo, logramos que llegue con rapidez equipo que solicitan con urgencia. Jonathan se despide porque irá en su bici hasta otra de las zonas dañadas, intercambiamos teléfonos para permanecer en contacto.
Tere y yo permanecemos ahí un par de horas más. La energía de unidad, respeto y solidaridad que se respira es embriagante. Las personas nos miramos a los ojos, nos sonreímos, nos agradecemos por estar ahí. Rescatistas se preparan para el relevo de sus compañeros, les aplaudimos con gratitud y admiración. Un grupo de chicos de nivel socioeconómico más alto que el de los vecinos, llega con comida caliente, café, sopa y galletas. Se dividen, la comida entra al área restringida, 2 chicos de no más de veinte se quedan afuera ofreciendo café y galletas; sus miradas brillan de alegría cada vez que alguien acepta. Les pedimos café, está delicioso, les decimos y ellos nos agradecen.
Platicamos con un matrimonio que lleva una bolsa gigante de pan dulce para voluntarios, no viven tan cerca pero pasan por ahí todos los días. “Esto es México, no el de los narcos y los gobiernos rateros. Es esto” - nos dice él emocionado, sintiendo lo mismo que nosotros. Aparece una vecina con una bolsa, recolectando basura, hablándonos con dulzura. Tere no lo puede creer, me dice que esto es como una muestra de un mundo perfecto, sin necesidad de gobierno. Todos preocupados por todos. Me dice que ama esta tierra y que México ha sido un gran maestro. Nos vamos sin querernos ir, no queremos dejar ese mundo perfecto. Llego a casa y me cuesta dormir, quiero regresar.
Segunda parte
Cargando kilos y kilos de chocolate, vuelvo a Tlalpan la noche del sábado. El chocolate les gusta a los topos, benditos topos, almas generosas que arriesgan su vida salvando la de alguien más o rescatando la dignidad de cuerpos sin vida.
Hay menos gente que el jueves, las vallas que bloquean el acceso al lugar del derrumbe siguen en el mismo sitio, pero se ha restringido más la periferia. El puente que usamos en la visita anterior está bloqueado, ahora se cruza por el puente de la estación del tren ligero. Esta noche estoy mas lejos de la zona de rescate, esperando entre ciudadanos voluntarios, con mi maleta cargada de chocolates. Me debato entre buscar la manera de entrar, o dejar la maleta a los voluntarios que custodian el punto de acceso e irme. Parte de mi misión es informarle a Tere, quien mientras tanto cocina 50 piernas de pollo en el horno de su casa, si vale la pena que lleve esa comida hasta allá.
De pronto, del otro lado del cordón, dentro del área restringida, veo la cara familiar de Jonathan. “Déjenlo pasar, viene conmigo” – les dice con firmeza a los hombres que custodian el acceso. Ellos obedecen. Sorprende la fuerza de espíritu de mi joven amigo, controlando la situación cuando es prácticamente un niño.
No obstante, aun dentro del área acordonada, el acceso más allá de la valla no es posible para nosotros.
Un par de horas después, Tere y dos amigos más, Gerardo y Pilar, traen un montón de herramientas y 8 charolas de pollo caliente. Nos reciben todo en carretillas. Voluntarios, militares y topos comen el pollo de Tere con placer. Luego de 5 días de prácticamente alimentarse de carbohidratos, el pollo caliente con sazón argentino es un manjar.
Alrededor de la 1 am, una fila de hombres uniformados con overoles amarillos, avanza silenciosa y determinada los 100 metros entre el cordón de acceso y la valla de seguridad. Son los rescatistas japoneses, hombres de todas las edades que se desplazan con disciplina de guerreros. El silencio se hace casi total, se escuchan los pasos firmes de estos señores de expresión serena, que han cruzado el mundo para ayudar a hombres y mujeres que son sus hermanos, porque todos somos seres humanos. No hace falta que se detengan al llegar a la valla, ésta se abre de par en par y los rescatistas cruzan mientras todos miramos en respetuoso silencio.
Cerca de las 3 am, nos dejan pasar al área más allá de las vallas a ofrecer comida y chocolate. La distancia hasta el derrumbe es más larga de lo que esperaba, alrededor de 200 metros. Lo que veo primero es un impresionante despliegue de organización; la explanada del multi familiar, techada con una lona y convertida en taller de carpintería y almacén de herramienta perfectamente organizada, con cientos de voluntarios civiles, algunos trabajando, otros recostados, vencidos por el cansancio. La parte central de Calzada de Tlalpan convertida en campamento con estaciones de comida, enfermería, equipo de seguridad y hasta un área de masaje terapéutico para lesiones. Hay poco movimiento, la gente parece esperar algo. Seguramente encontrar vida.
Finalmente, un poco más allá, pasando una lona horizontal que cubre como si fuera un biombo, está la zona cero. Una montaña de escombro iluminada por reflectores desde todos los ángulos posibles. La construcción se colapsó sobre sí misma, cómo si la hubieran dinamitado; no es posible reconocer algo del desaparecido edificio, salvo la planta baja sobre la que reposan las toneladas de escombro. El monte de piedras, polvo y varilla está sostenido por cientos de polines de madera, de distintos tamaños, colocados estratégicamente para evitar un derrumbe. Varios metros más arriba, una gran lona cubre el área para protegerla de la lluvia. Parece una especie de hangar improvisado. Marinos, militares, rescatistas y perros trabajan alrededor de las ruinas con precisión y orden, como si fuera una gran intervención quirúrgica. De pronto, algo me conecta a una dimensión dolorosa de esta imponente imagen. Al mirar con atención la montaña de escombros, distingo pertenencias personales. Ropa, zapatos, juguetes y objetos que me recuerdan que ese montón de piedras, polvo y varilla, era el hogar de decenas de familias.
El domingo por la tarde piden voluntarios en Gabriel Mancera y Escocia, en la colonia Del Valle. Octavio y yo nos lanzamos con Gerardo. Llegamos a las 4:00 pm y nos encontramos con un panorama muy distinto al de Tlalpan. Cuadras acordonadas donde se permite el acceso a voluntarios, hombres y mujeres; sólo necesitas mostrar tu IFE y traer tenis o botas. La organización es extraordinaria, una máquina aceitada. La mayoría de la gente a cargo son jóvenes civiles. Nos acercamos al área de recepción de voluntarios y nos anotan con marcador en el brazo derecho nombre, edad, tipo de sangre, y teléfono de algún familiar a quien avisar en caso de que te ocurra algo. Nos dan casco, guantes, chaleco y tapabocas. Formados en hileras de tres nos explican las señales que se hacen con los brazos para indicar “silencio” “peligro” “peligro de derrumbe” “parar” "encontramos vida" y “continuar”. Esperamos 15 minutos hasta que solicitan 20 hombres más.
Entramos y ahora nos anotan en el brazo la hora de inicio de nuestro turno. El área abarca cuatro cuadras de edificios evacuados, con campamentos y estaciones que concentran materiales, herramientas, equipo, comida y bebida. Hay baños portátiles, tráileres, camiones de volteo y gente de todas las clases sociales, yendo y viniendo sin parar. Todo el mundo parece saber lo que tiene que hacer.
Un voluntario habla por radio mientras nos conduce a la siguiente esquina, donde una cadena humana de cientos de hombres y mujeres, acarrea escombro desde el edificio derrumbado es las calles de Escocia y Edimburgo, hasta un camión de volteo estacionado sobre el eje 5 Sur .
Todavía no es momento de integrarnos, pero estamos en stand by. A un lado del final de la cadena humana, hay decenas de cubetas de pintura vacías, invertidas y que sirven como bancos para que los voluntarios nos sentemos antes de entrar a relevar. Junto, en el acceso de descarga a un Soriana, hay una estación de hidratación. Agua, sueros y bebidas energéticas enfriándose en hielo. Cualquiera puede acercarse a pedir, pero también hay voluntarias que cargan cubetas con bebidas frías y se acercan a la gente que está, ha estado o estará haciendo trabajo físico. “Hidrátense chicos, por favor, es muy importante” –nos dice uno de los líderes. Vienen y van equipos de voluntarias ofreciéndonos comida. Tortas, sándwiches, chilaquiles, pasta caliente y un arroz con curry que huele a gloria. Sólo tomo un suero, aún no es tiempo de comer.
Entramos a la cadena humana y acarreamos cubetas de cascajo; la energía es ruda, el trabajo pesado, constante; no te puedes distraer, necesitas conservar tu distancia, avisar si la cubeta pesa mucho o tiene varillas, madera, vidrio. El movimiento es constante. Más allá, voluntarios, marinos y militares circulan de prisa cargando carretillas llenas de trozos de cascajo más grande o pesado. Pienso en la construcción de pirámides en la antigüedad. En una pausa breve, noto a mi derecha a una mujer rubia, delgada y de unos 50 años que carga al mismo ritmo que los hombres. Como traemos tapabocas, nos sonreímos con los ojos, no hace falta decir nada, pero nos decimos mucho. La unidad es conmovedora; cientos de extraños enfocados en lo mismo, todos esforzándose, todos cuidándose. Las voluntarias a cargo de hidratación aprovechan la pausa para meterse a la cadena y ofrecernos agua o suero.
El camión se ha llenado, se va; esperamos a que llegue el siguiente. Uno de los líderes me señala un par de tambos grandes que están en la banqueta, pregunta si tienen agua. Me acerco, están casi vacíos. Él dice que me olvide de la cadena y me ocupe de llenarlos. No es tan fácil, las casas y edificios en la zona están evacuados y no hay tomas de agua disponibles cerca. Un voluntario que ha estado ahí más tiempo se da cuenta que busco algo y me ayuda; me cuenta que es psicólogo y está ahí para dar apoyo a quien lo necesite. Vamos más allá de donde está el camión de volteo, hacia el estacionamiento de Soriana. Ahí hay más estaciones con herramienta y comida. Por momentos parece una quermés donde la solidaridad sustituye lo festivo. Todo el mundo nos ofrece de comer, de beber. Nos llevan al Colegio Suizo, junto al Soriana, y la vigilante nos permite usar su toma de agua. Necesitamos cubetas y voluntarios para acarrear el agua a los tambos. Ubicamos una clínica veterinaria abierta que está un poco más cerca de los tambos, les preguntamos a los veterinarios si podemos sacar agua de ahí, acceden de inmediato.
El agua de los tambos es para llenar cubetas que se vacían sobre el cascajo, evitando así una nube de polvo. Tengo 4 voluntarios para apoyarme. Nos armamos de cubetas y acarreamos agua de la veterinaria a los tambos, son dos cuadras. Poco después, 2 chicas se nos unen con un carrito de supermercado con el que acarrean cubetas que llenan en el colegio. Luego de varios trayectos estoy empapado en sudor. Un policía federal sale de la veterinaria cargando una cubeta con agua, 5 más esperan para hacer lo mismo. El jefe de los federales dice que nos vieron acarreando agua y quieren ayudar; llevan 5 días durmiendo sólo un par de horas por noche “lo hacemos con mucho gusto, jefe” – me dice amablemente. De pronto, hay al menos 15 personas ayudando a llenar los tambos. No sólo llenamos los tambos, junto al camión de volteo, hay más de 20 cubetas listas para aplacar la nube de polvo del escombro.
Ha oscurecido y la actividad no para. Hace horas que perdí a Octavio y a Gerardo en la cadena humana. Tengo tiempo para tomar una pausa. Junto a la veterinaria hay varios puestos de comida, uno es el del arroz con curry que huele a gloria. Me acerco y en seguida me ofrecen. El puesto lo ha montado una familia de japoneses. Los padres tienen alrededor de 60 años, sus hijos atienden.
Todos sonríen al verme disfrutar el curry. No exagero, es el curry más delicioso que he probado. El padre me señala orgulloso a uno de sus hijos, es chef y se ha encargado de prepararlo. “Es un platillo muy popular en Japón” – dice con una sonrisa bondadosa. Siento una plenitud indescriptible.
Miro en mi entorno a la multitud de extraños, civiles, jóvenes, viejos, rubios, morenos, asiáticos, militares, federales, todos comportándonos como si fuéramos hermanos. Siento un nudo en la garganta mientras recuerdo lo que dice Carlos A. Sevilla:
“Cuentan que cuando la tierra tiembla, aparecen miles de ángeles que viven entre nosotros disfrazados de humanos”.
Quizá todos somos ángeles y lo habíamos olvidado.