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Lo único que permanece de nosotros cuando nos vamos de este mundo es nuestra historia. Y no hablo de algo épico, ni de récords. Me refiero a las anécdotas compartidas, a las historias que son puentes entre quienes se quieren, a lo que le dejamos a los que se quedan.
El pasado domingo 28 de julio, a los 35 años, un hombre murió de un paro cardiorrespiratorio en el medio maratón de la CDMX. Cuando eres corredor, una noticia de esa naturaleza te impacta y enseguida intentas averiguar el nombre para asegurarte de que no sea un conocido. Andrés Cortina Casares , —Andy, como lo llamaba su gente—, es hijo de unos amigos de mis padres. Y lo digo en presente porque un lazo así no se quita con nada.
Sirvan estas líneas para hablar de Andy y no de “el corredor sin número que falleció en la carrera”, como desatinadamente se publicó a partir del boletín de prensa del Indeporte . Que sirvan a manera de un homenaje a su vida, a su sonrisa eterna, esa que desde niño captaron las fotografías y que se grabó perpetuamente en el corazón de Isabel y Arturo, sus papás. Si ellos pudieran, sin dudarlo se lo intercambiarían, aunque fuera para despertarlo y despedirse. Ya habrá oportunidad en algún sueño.
Andy sembró muchas memorias en distintas personas, en cuyos interiores hoy florecen. Así pasa con la muerte, es uno de sus efectos, germina lo hermoso de quien se ha ido en quienes llueven por dentro. Y, en medio de la oscuridad, ilumina las escenas amorosas de su gran película mutua; las risas que con los años maduraron en carcajadas con sus primos; las mentiras piadosas que guardó de niño con Isabel chica y Arturo hijo, sus hermanos, para no ser regañados; los besos y abrazos cada que veía a sus padres; los éxitos en la UNAM, en Berkeley, en la oficina y en todas las metas que sí cruzó; el romance con quien quiso; las lágrimas que derramó con la rodilla raspada con quien le enseñó a andar en bicicleta; los mil 400 kilómetros que rodó con José Alfaro por la frontera con Estados Unidos para evidenciar la estupidez trumpiana de construir un muro.
Andy fue un hombre de puertas abiertas, de ojos como ventanas por las que disfrutaba los paisajes y por las que simultáneamente presenciaba con angustia el devenir del planeta. Fue mucho más que un corredor no inscrito a una carrera, fue un joven rebelde y osado que no solía pedir permisos, pero a quien lo distinguía, además de la sonrisa, su ética. Un tipo natural y sencillo que amaba bailar salsa y, quizá sobre todas las cosas y personas, a sus sobrinos. El que ya está donde quiera que sea arriba con su hermano Fran, fallecido hace 19 años por leucemia.
Andy podría tener tantos epitafios como seres con quienes coincidió. En su misa de despedida no cabía una alma. Al final, varias personas se acercaron al micrófono para contar anécdotas. Entonces llegó el turno de El Johnnie, como Andy se refería a su querido primo y al que quería como a otro hermano, y como pudo contuvo el llanto: “Te voy a extrañar demasiado... Dios nos recibe a todos con los brazos abiertos, no importa si estamos o no registrados en el cielo...”.
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