Hermosillo.— La tarde del sábado 1 de noviembre parecía una más en las calles del centro de esta ciudad. Ernesto Soto, al salir de su trabajo, caminaba su ruta habitual rumbo a la tienda Waldo’s, pasaba por ahí antes de ir a la parada del camión para regresar a casa. Iba por un refresco, como todos los días. Nunca imaginó que en cuestión de minutos estaría cruzando un infierno para salvar una vida.

Conocía de vista a varios empleados del lugar. Lo saludaban con amabilidad, y eso, para alguien como él, acostumbrado al desdén, significaba mucho. Recordaba especialmente a Johana, una joven cajera que trabajaba mientras estudiaba Comercio Internacional en la Universidad de Sonora. Un día antes, lo había saludado de mano.

A Ernesto le sorprendió ese gesto tan poco común para él.

Cuando llegó a la esquina de la calle aquella tarde, un estruendo lo sacudió. Primero fue un trueno seco; luego, una onda de calor lo empujó hacia atrás. Levantó la vista y vio las llamas saliendo del Waldo’s. La gente corría, gritaba, algunos grababan con el celular.

Ernesto no lo pensó, ni tuvo tiempo de hacerlo. Solo sintió que debía entrar. “Me acordé de ella, de la cajera, y nomás corrí”, recuerda.

Corrió entre humo, vidrios y fuego. Dentro, el aire era irrespirable, pero alcanzó a distinguir a un hombre envuelto en llamas: Marcos Segundo, el paquetero de 81 años.

“Entre los vidrios lo saqué como pude, lo arrastré. Afuera, una señora me ayudó, entre los dos lo jalamos. El señor gritaba, todavía se movía”, cuenta.

Quiso volver por Johana, pero el humo lo envolvía. A su alrededor, el calor se volvía insoportable y las llamas eran cada vez más altas. Había autos incendiándose.

Detrás de él, alguien gritó. Y no para animarlo. “Me gritaron “¡Zorra! ¡Te vas a meter a robar!”, recuerda con tristeza. “Yo nomás quería salvar gente, pero me juzgaron por cómo me veo. Me dolió, la neta me agüitó machín. En lugar de ayudar, estaban grabando con el teléfono. Nadie se quiso meter”. Su voz se quiebra cuando recuerda aquel momento.

Los bomberos llegaron poco después. No había máscaras, ni trajes térmicos, ni oxígeno suficiente para entrar.

A su alrededor, una multitud inmóvil seguía grabando. Nadie se movía. Nadie gritaba un nombre. Solo Ernesto cruzó el fuego porque el corazón se lo ordenó.

Mientras los bomberos aguardaban órdenes, él ya había hecho lo que debía. Lloró ahí, entre sirenas y gritos, viendo cómo las llamas devoraban el edificio.

Entonces suplicó a los bomberos: “¡mójame! ¡mójame!. Todavía había gente adentro, estaban llorando y gritando”, recuerda.

“Me gritaron que me hiciera a un lado. Uno hasta me mentó la madre. Yo nomás quería ayudar”.

Días después, fue a la clínica del Noroeste. Preguntó por Marcos, el anciano que había sacado de las llamas. Quería saber si había sobrevivido. Cuando encontró a su familia, se presentó con humildad. “No vengo por dinero ni por nada. Nomás quiero saber cómo está el señor”, les dijo. Ellos lo abrazaron y le agradecieron. Le llamaron ángel. Pero Ernesto solo respondió: “No soy ningún héroe. Nomás hice lo que sentí que debía hacer”.

Este jueves se informó que Marcos Segundo falleció por las quemaduras en su cuerpo. La tragedia del Waldo’s ha dejado 24 muertos y 15 heridos. Entre las víctimas mortales estaba Johana, la joven que saludó a Ernesto con una sonrisa.

Ernesto quedó marcado. No por las heridas del fuego, sino por las del alma. “Si volviera a pasar, me metería otra vez”, dice, sin titubear.

Ernesto Soto no lleva uniforme, ni placa, ni entrenamiento especial. Solo tiene las manos curtidas por el trabajo y un corazón dispuesto a ayudar.

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