La Montaña.— Cuando Olivia tenía 14 años, sus padres decidieron venderla a un adolescente que apenas había visto en un par de ocasiones; nunca había cruzado una palabra con él ni tuvo oportunidad de saber su nombre. Durante varios meses, con frecuencia Horacio llegaba al corral que cercaba la casa de Olivia a pararse, sin decir nada, sólo para verla. Después de un rato se iba y al día siguiente o los dos días volvía y se repetía lo mismo.
Para pasar horas sólo viendo a Olivia, Horacio recorría varios kilómetros desde su hogar.
En la casa de Olivia no había desconfianza por el joven, sabían de quién era hijo, porque en los pueblos de la Montaña de Guerrero casi todos se conocen, por lo menos, de vista.
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Después de unos meses, Horacio llegó con sus padres para hablar con los de Olivia. La oferta fue directa: quería a su hija para que fuera la esposa de Horacio, quien era un adolescente con retraso mental.
¿Costumbre o transacción?
En la Montaña de Guerrero hay una tradición a la que llaman “dote”. Es algo ancestral de los pueblos originarios, aunque ahora es una simple transacción económica. Antes, era una ofrenda que una familia brindaba a otra por la felicidad de una nueva pareja. Entregaban flores, panes, cerveza, algunos animales y dinero, sin tarifas.
Ahora no, las familias se meten en intensas negociaciones hasta llegar a un monto y la ofrenda la dejan en segundo plano. El pago varía entre los 40, 80 y hasta 150 mil pesos por una niña.
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El monto se establece, según la tradición, en tres aspectos: la edad (mientras más niña más vale), el comportamiento (si se sabe que ya tuvo novio, su valor se demerita) y la educación (más educada, menos valor).
Explica que esta situación es una tradición tan arraigada en los pueblos de la zona de la Montaña que intervenir para evitarlo es casi imposible.
Otro problema, expresa, son las autoridades, en específico, los ayuntamientos, que no mueven un dedo para evitar la venta de niñas. Otro problema más, de tipo estructural, es la pobreza.
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“Muchas veces, con la venta de las niñas, las familias se quitan una boca de encima, es un gasto menos, pero igual de pobres son los que pagan por ellas”.
En ocasiones, las familias pagan por una esposa para sus hijos, para que no se vayan solos de jornaleros. Para comprarlas, se endeudan, venden sus animales o se van a trabajar largo tiempo para juntar el dinero.
Al final, saben que es una inversión, porque la mujer por la que pagaron trabajará —sin ningún pago— para recuperar los recursos destinados.
No conocen la felicidad
Ahora, 20 años después, Olivia y Horacio continúan viviendo juntos. Formaron una familia y tienen dos hijas, una de nueve años y otra de uno.
Olivia no ha sido maltratada por Horacio, de hecho, ella lleva las riendas de la casa, pero no es feliz. Se le nota la frustración. La convivencia entre ambos es mínima, apenas cruzan palabras.
La mujer tiene muchas razones para ser infeliz, pues desde que la obligaron a vivir con Horacio ella no sólo perdió su niñez, también se hizo responsable de una casa.
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Asumió la responsabilidad de buscar gran parte de los ingresos que necesitan para sobrevivir porque Horacio, por su discapacidad, no cuenta con un empleo constante. Es tan pobre como cuando vivía con sus padres.
El día de la visita, Olivia teje el huipil frente a su hija y también está atenta de una olla que tiene en el fogón con leña, donde está hirviendo un montón de quelites para la comida.
La escasez en la casa es permanente. Todos los días es una apuesta para conseguir algo de comida, encontrar un trabajo cortando leña, limpiando milpas, de albañilería o esperando que alguien le compre una prenda —a la que le dedicó hasta dos meses de trabajo— a 200 o 300 pesos.
Con los quelites resolvió la alimentación de esos dos días, pero cuando pasen volverán a esa lucha interminable.
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Autoridades, en la omisión
La venta de niñas y adolescentes en la Montaña, explica la abogada de Tlachinollan, es posible por la omisión de las autoridades locales. Arias recuerda el caso de una chica de Metlatónoc que salió huyendo a Tlapa porque su papá la quiso vender. Sin embargo, ante la falta de trabajo y dinero, tuvo que regresar a su pueblo. Sus padres la rechazaron y se fue a vivir con una tía.
Un día, su padre y policías municipales entraron a la casa de la tía, la sometieron, la golpearon y después se la llevaron a barandillas. La acusaron de rebelde. Estuvo dos días en la cárcel. Todo lo autorizó el síndico municipal de entonces, Felicitos Hernández.
Tlachinollan presentó una queja ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos por abuso de autoridad. El síndico contestó que la encarceló por petición de sus padres debido a una “conducta ingobernable”.
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En ese sentido también está el caso de Micaela, una chica de Cochoapa El Grande, quien era menor de edad cuando pagaron por ella 80 mil pesos.
El esposo y la tía pidieron al entonces síndico de Cochoapa El Grande, Rutilio Ortega Maldonado, que la citará junto con sus padres y acudieron a la reunión, donde la acusaron de maltratar a su hijo.
Con presiones los hicieron firmar un documento en el que entregaba la custodia del niño a la tía y un pagaré por 55 mil pesos para los gastos de la boda. Le quitaron al niño y se lo devolverán hasta que liquide la deuda.
“Quitarle a los hijos se está convirtiendo en un método para que las niñas no dejen a los esposos”, afirma la abogada mientras explica que la familia que paga siempre exige la devolución del dinero, porque muchas veces tuvieron que pedir prestado o irse a los campos de jornaleros para juntar ese dinero.