Silacayoápam.— Adán López Cariño habla con la madera de sabino antes de escindirla. La vuelve blanca primero y luego le da forma de rostros de hombres barbados y diablos que cayeron del cielo. Es un hombre de 72 años creyente del Padre Jesús Cristo, el señor de Silacayoápam que sangra. También es un animista, cree que la tierra, los árboles, las cosas muertas tienen un movimiento y su propia consciencia y él puede hacer hablar a la madera con los rostros que imagina.
Empezó a hacer máscaras cuando era casi un niño. Tenía 13 años y en su tierra, un pueblo oaxaqueño de mixtecos y afrodescendientes, no pasaban los caminos. La comunidad escondida en la montaña donde nació sólo tenía luz eléctrica cuando llegaban los carnavales; era una luz que no hacia distingos, en cambio las velas que él usaba para moldear figuras de barro y alumbrar el monte, eran llamas únicas que iluminaban su imaginación de niño.
La oscuridad le permitía meter los dedos en la masa de tierra y agua, y crear animales de colores en el barro que le enseñaba a su padre campesino; mezclaba colores de tierra con piedra blanca para irradiar figuras de bestias serranas, iluminaba lo que podía, porque la mayor parte del tiempo, Silacayoápam era un lugar seco y oscuro.
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“Estaba muy chamaco, un día fui al carnaval y ya se elaboraban mascaritas, entonces nacieron los rostros en mi mente y empecé a hacer mis instrumentos para crear en la madera, las mascaritas nunca las pintaban, estaban tristes, hasta que yo empecé a hacerlo echando a perder mucho material, pero la madera es suave y se deja moldear si lo haces con afecto”, cuenta don Adán a EL UNIVERSAL.
Su voz es tenue, es un anciano delgado y amable hablando tímidamente de lo que ama en el fondo de un cuarto con trebejos y paredes de la que cuelgan decenas de máscaras.
Vive en una colonia de la cabecera municipal de Silacayoápam cerca del centro, un municipio de 6 mil habitantes ubicado a 270 kilómetros de la capital de Oaxaca, un pueblo olvidado históricamente por los gobiernos del centro y cuyas tradiciones y comercio están más ligados al estado de Guerrero.
Máscaras, herencia negra de la Costa
Para llegar a su casa hay que ascender por un precipicio, calles empinadas, desde donde se ven los paisajes interminables de la sierra Ñuu Dzahui, el antiguo “pueblo de la lluvia” en mixteco antiguo. Don Adán habita en una vivienda sencilla, pero amplia, donde las “chilenas mixtecas” parecen canciones permanentes metiéndose en el silencio de un municipio muy pobre, que sólo parece tener la música, las fiestas patronales, una plaza limpia y grande para no ser únicamente un lugar con servicios públicos desiertos, y calles largas y anegadas.
Cuenta don Adán que los señores viejos le decían de niño que “el carnaval lo trajeron los negros de la costa”; comerciantes, alfareros, arrieros que iban a Silacayoápam cada año antes del miércoles de ceniza a adorar la imagen de Cristo.
Negros que bailaban al ritmo del violín y hacían música de quijadas de burro: se ponían máscaras con rostros cimarrones para representar espíritus de antepasados, genios y héroes mitológicos como santos que libraron a los negros de morir en el mar. Eso contaban los mayores, pero don Adán cree que ahora las máscaras barbadas representan a los judíos que condenaron a Jesús a la crucifixión.
Mascarero y taxidermista
La casa de Adán es un solar inmenso. Dentro de ella corren sus nietos, sus hijas pintan de blanco las vetas de la madera pulida, su esposa cuida las ollas en la lumbre y los perros descansan sobre la tierra al lado de los becerros.
Su taller es un cuarto amplio, por todos lados hay pintura de aceite. Su espacio más íntimo es una silla de plástico rojo y un tronco grueso de ahuehuete, ahí don Adán cincela, lija, tornea.
“Me tardo tres días en encontrar la figura en la madera cortada, alrededor de ocho días para terminar una pieza completa y acabar todo el proceso. En el árbol hay partes que tienen vetas macizas, y hay partes blandas y suaves que hay que saber encontrar. A diferencia de cuando yo estaba chamaquito, que se usaban unas máscaras de jícara”, para sus creaciones no hay bocetos o dibujos, las rostros cobran vida por sí mismos desde su imaginación.
Medio siglo de máscaras
Don Adán habla con EL UNIVERSAL en un recinto pequeño de tabiques sin repellar con láminas viejas que guarecen una habitación de media agua, un espacio cálido en el que él se sumerge con rigor todos los días desde hace 57 años a hacer las máscaras de un carnaval que el próximo año cumplirá 199 de existir.
Él le ha dado sentido de pertenencia a un carnaval que los pobladores consideran mestizo porque es litúrgicamente católico, pero ritualmente nació con La Danza de los Negros, esa representación de la domesticación de lo salvaje que según Natalia Gabayet es la narración de un mito que no es exacto: los vaqueros, los diablos, los nahuales pertenecen a la tradición de los pueblos negros de Oaxaca y Guerrero en resistencia contra la aniquilación, una región sin frontera o límite cultural preciso, donde cada año los pobladores bailan.
Una tradición que Adán enriqueció durante las últimas décadas y que además de ser un modo de vida para él, sus 10 hijos y sus 37 nietos, lo convirtió en el mítico señor de las máscaras de la región mixteca, caretas que hoy son exportadas a Estados Unidos y se han popularizado entre los mixtecos que migran.
También son usadas para festividades de la Costa Chica de ambos estados vecinos, como el carnaval afromestizo de Almolonga en Guerrero o El Carnaval de los Diablos de Santiago Juxtlahuaca.
“Mis cuatro hijos varones tienen su propio taller en el pueblo, es la única herencia que voy a dejarles, les enseñé a hacer las máscaras desde chiquitos. Mis seis hijas también son artesanas, ellas me ayudan bastante, toda la familia pinta las orejitas, blanquea los maderos, pule, con este trabajo nos mantenemos toda la familia”, relata.
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Las máscaras que se venden para las fiestas de la región cuestan hasta 2 mil 500 pesos la pieza y antes, cuenta Adán, eran artículos baratos de tres pesos sin pintar, se han ido encareciendo por la tradición, pero sobre todo el aumento del precio en los materiales.
Un artesano para dos mundos
Adán es el hacedor de un artefacto donde no hay una selección aleatoria de los personajes, para él las máscaras son objetos complejos, una posibilidad de ser otro antes de la llegada de tiempos sagrados o la cuaresma, previo a la crucifixión de Cristo; la posibilidad de una fiesta infinita y pagana donde “sueltan a los demonios enmascarados de humanos barbados” anteriores a las procesiones de la Semana Santa y el sufrimiento del Dios del que él es ferviente.
“Todas las máscaras son piezas únicas, antes sólo abrían por la mitad la madera, acomodaban narices de plastilina, las pintaban de negros, por eso le llamaban el carnaval de negros que venían de la Costa Chica hasta la montaña, y se quedaron aquí hace muchos años, eso me decían los viejos, pero ahora ya hay de colores, con cuernos, de Kalimán”.
En el taller hay “niños dioses” quebrados, santos católicos hechos añicos. La gente del pueblo se los lleva para que los repare, los pinte, los transforme en nuevas figuras. Él insiste en que es un hombre creyente, por eso repara las imágenes, le gusta trabajar para los dos mundos: las máscaras de diablos negros y las imágenes sagradas a las que con sus manos puede devolverles la luz.