La Rumorosa, Tecate.— “Tal vez se deberían ir”, advierte a dos jóvenes una mujer de cabello negro y recogido de la que escapan un par de canas. Con una mano carga un balde y con la otra sostiene una manguera afuera de un negocio donde se hornea pan. Su tono, más que una amenaza, esconde temor, la intención de proteger a dos fuereñas que llegaron a La Rumorosa, un pequeño poblado en Tecate.
“¿No saben que hay toque de queda?”, dice a ambas mujeres, quienes llegaron conduciendo desde Tijuana un carro compacto color guinda que estacionaron frente a una panadería, considerada uno de los mayores atractivos del lugar.
La joven de cabello largo y suelto primero se presenta, luego pregunta con curiosidad. ¿La autoridad se los pidió?, a lo que la empleada de limpieza responde: no, no fue la autoridad —y casi en susurro, como esperando que nadie más la escuche— agrega, fueron los malos.
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El miedo pesa más que la indignación en La Rumorosa, un pueblo que no rebasa los 2 mil habitantes y que es parte del municipio de Tecate. Se trata de un sitio enclavado en una región agreste, entre Tijuana y Mexicali, amurallada entre cimarrones, una vegetación salvaje y un monumento natural de rocas gigantes que forman un majestuoso paisaje —hoy— bañado en sangre.
La única estación de gasolina que despachaba en el poblado suspendió actividades por tiempo indefinido. Los que visitan y los que viven allí sólo tienen dos opciones, conducir 30 kilómetros hasta la siguiente estación o comprarla de manera ilegal.
El servicio terminó el pasado 14 de abril cuando hombres encapuchados llegaron al local y, a punta de pistola, se llevaron a Gloria Elena Ramos Fernández, empleada del negocio de combustible. La privaron de la libertad cuando oscurecía, frente a trabajadores, residentes y turistas.
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Una semana más tarde, un grupo de turistas que viajaban en caravana para ver estrellas en medio de la naturaleza, suspendió su viaje después de que uno de los integrantes recibió un balazo en la pierna. El grupo circulaba sobre la carretera cuando una camioneta los alcanzó y les bloqueó el paso, pensó que era de un grupo rival y les disparó.
El pasado 30 de abril, dos semanas después de la desaparición de Gloria Elena, un militar halló fosas clandestinas y una osamenta. El elemento patrullaba junto a otros agentes en la zona de ranchos y cabañas, a menos de 5 kilómetros de donde desapareció la joven.
Alrededor del cementerio improvisado por el crimen organizado opera una casa hogar para adultos mayores. Nadie sospecharía que la muerte se escondía en las cercanías de un rancho para abuelitos, a unos siete minutos de distancia de la carretera principal Tijuana-Mexicali, en el epicentro turístico del poblado con restaurantes, panaderías y un letrero con extraterrestres que anuncia que La Rumorosa es la capital del avistamiento de ovnis, como lo anunció su antiguo alcalde.
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Al día siguiente del hallazgo, los soldados regresaron al sitio con elementos de la Fuerza Estatal de Seguridad Ciudadana. Se adentraron entre las fosas y, sin necesidad de cavar a profundidad, hallaron hasta cinco cuerpos, pero con el paso de los días el número subió a nueve víctimas. Entre ellas una mujer, quien después fue identificada como Gloria Elena.
“Las autoridades saben perfectamente quiénes son los responsables, la gente tiene miedo de poner denuncias, porque si no se llevan a otro familiar”, sostienen miembros del Colectivo de Búsqueda de Baja California que prefieren el anonimato.
“De noviembre a la fecha más de 40 desaparecidos en el poblado de La Rumorosa, con sólo la mitad de las denuncias. Los colectivos hemos encontrado más de 25 [cuerpos] en el mismo tiempo”, señalan.
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El general Laureano Carrillo Rodríguez, secretario de Seguridad Ciudadana de Baja California, reconoció que en el poblado operan grupos criminales ligados al crimen organizado. Durante los últimos años han sido asegurados plantíos de marihuana y amapola; elementos de las fuerzas federales han encontrado laboratorios de droga.
Su cercanía con la frontera con Estados Unidos convierte a La Rumorosa en un punto estratégico para la producción y tráfico de sustancias. Sin la presencia permanente de ninguna autoridad, el poblado —y con él sus habitantes— está a merced de la delincuencia.
Un par de turistas salen de uno de los varios restaurantes que decidieron reducir su horario oficial de servicio para evitar exponer a su personal a más balaceras o privaciones ilegales. “Más vale perder las ganancias, que la vida”, dice una mesera del único buffet que hay en el lugar. “La semana pasada nos echamos al suelo (...) los balazos ya nos alcanzaron aquí”, comenta.
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