Coyuca de Catalán.— Elvira vio cómo en siete horas hombres armados destrozaron su vida. Eran las 10 de la mañana del 16 de octubre de 2020, cuando 25 hombres armados llegaron en una camioneta y cinco cuatrimotos a la puerta de su casa, en el rancho El Perro, en el ejido Los Guajes de Ayala, en la sierra del municipio de Coyuca de Catalán, en Guerrero.
Miró cuando entraron y sometieron a su esposo Elías Gallegos Coria, y a su hijo Fredy Gallegos García; cómo los amarraron de las manos y los pies, y cómo los tiraron al piso y los golpearon.
“No se los lleven”, suplicó Elvira, tratando de evitar lo que sabía que podría ocurrir, así lo relató en la entrevista ministerial ante la Fiscalía General del Estado (FGE).
“Ustedes cállense y no se muevan”, ordenó uno de los armados a Elvira y a su nuera.
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El resto del tiempo hurgaron la casa, destruyeron todo lo que tenían enfrente, hasta que hallaron en un cartón el dinero que Elías y su hijo habían obtenido por la venta de ganado.
Siete horas después se fueron y se llevaron todo: dinero, una camioneta, dos cuatrimotos, a Elías y a Fredy.
Elvira salió de inmediato a pedir ayuda a sus vecinos para buscarlos. Ninguno respondió al auxilio. Todos estaban advertidos de lo que les podía pasar si la apoyaban.
Origen del terror
Este capítulo de violencia comenzó dos o tres años atrás cuando el precio de la goma de opio se desplomó y dejó de ser rentable y todos —pobladores y criminales junto con empresarios— miraron al mismo lugar casi al mismo tiempo: a los bosques, a la madera.
Todos buscaban sustituir lo que obtenían con los cultivos de la amapola. Cada quien lo hizo a su forma. Los pobladores consiguieron un permiso de aprovechamiento forestal sustentable. Los criminales optaron por la clandestinidad.
En 2016, las autoridades ambientales otorgaron a los pobladores un permiso para aprovechar 3 mil 700 metros cúbicos de madera por año.
El ejido cuenta con 18 mil hectáreas; 40% es zona forestal. Al inicio, el proyecto estaba pensado para que las ganancias por la madera se invirtieran en mejoras en las comunidades, sobre todo en la introducción de luz eléctrica.
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En 2019 aceleraron la implementación del proyecto. El fentanilo (droga sintética de bajo costo) desplazó al opio en Estados Unidos y el precio del kilo de goma pasó de 30 mil a 6 mil pesos.
El 15 de enero de ese año arrancó el aprovechamiento del bosque, pero duró muy poco, unos meses. El 30 de marzo de 2020, hasta su campamento llegaron hombres armados con AK-47 y R-15 y a bordo de camionetas y cuatrimotos, escoltados por tres Hummers con apariencia militar, según lo registraron pobladores.
Toman medidas
Después de que se apoderaron de sus máquinas, herramientas, combustibles y, sobre todo, de sus árboles, los pobladores de Los Guajes no cruzaron los brazos.
Comenzaron a investigar quiénes eran los intrusos y también quiénes eran los militares que los acompañaron, a dónde llevaban su madera y quién se las compraba.
Descubrieron que la madera era trasladada a aserraderos del municipio de Tecpan y a la comunidad de Papanoa, en la Costa Grande.
También descubrieron que los hombres armados eran encabezados por los hermanos Juan y Víctor Espino Cortés, pobladores del ejido vecino de San Antonio, y que trabajaban para Crescenciano El Chano Arreola.
Lograron saber que los militares eran del 109 Batallón de Infantería de Atoyac y que la protección la gestionaban con un mayor que identificaron como José Hernández Flores.
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Presentaron una denuncia ante la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa), pero no ha tenido ningún efecto.
Hablaron con los transportistas y les advirtieron que la madera que estaban sacando del ejido era ilegal; la mayoría suspendió los viajes. Esta última medida fue la que tuvo mayor efecto. El 25 de abril no tuvieron forma de cómo sacar la madera y abandonaron el campamento.
Los armados talaron el bosque durante un mes. Los pobladores de Los Guajes no han podido cuantificar la madera que se llevaron, lo único que pudieron documentar es la salida de 13 camiones con madera con un valor superior a los 700 mil pesos.
Los intrusos no aceptaron su salida tan fácil: antes de irse quemaron la madera que habían cortado y comenzó el hostigamiento, los ataques, los asesinatos, las desapariciones.
Aunque los hombres armados dejaron de talar, en este momento los pobladores tampoco lo pueden hacer por el riesgo que implica trabajar en una zona acechada por criminales y porque el único camino hacia la Costa Grande también lo controlan.
Obligados por la pobreza
La comunidad de El Pescado en el último año se convirtió en el centro de Los Guajes. Está a 65 kilómetros de distancia de Coyuca de Catalán, la cabecera municipal. Para llegar hay que atravesar durante cuatro horas un camino estrecho, sinuoso, siempre pegado a los voladeros. Es necesario hacerlo con un vehículo todo terreno.
El Pescado es una comunidad pequeña, como la mayoría del ejido. No hay miseria, pero sufren los efectos de la marginación: no hay un centímetro de obra pública, no cuentan con luz eléctrica, tampoco con drenaje, ni agua potable. Sólo hay primaria y los que pueden estudiar la secundaria tienen que ir hasta la cabecera municipal o al Estado de México.
Todo el ejido, unos mil 600 pobladores, es atendido por un enfermero.
Durante años, la economía de El Pescado y todo el ejido dependió de los cultivos de la amapola. No tenían otra alternativa, no hay empleos.
Javier Hernández es el secretario técnico del ejido y poblador de El Pescado. Este año no sembró amapola, pues considera que es una pérdida de tiempo, pues con el pago final no se cubren ni los gastos por cuidar la flor, además del riesgo de que el Ejército destruya los cultivos, como hace 15 días, cuando desde un helicóptero los fumigaron.
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En otros años, calcula, de las 42 familias de El Pescado, 30 sembraban amapola; ahora, apenas unas 10. Unos no lo hicieron porque el precio sigue siendo bajo y otros, por el temor de ser atacados mientras trabajan en sus cultivos.
“De 100% de la economía de los pobladores, 70% dependía de los cultivos de amapola”, explica Javier.
Pedro, otro poblador de El Pescado, explica que en los mejores años llegaron a cultivar 40 kilos de goma de opio por temporada, cada uno pagado hasta en 32 mil pesos.
“Nos íbamos todos, mis hermanos y mi jefe a los cultivos a trabajar, a veces pasamos un mes sin bajar porque era mucha chamba”, recuerda. Esa época se terminó.
El Pescado es una trinchera. Los pobladores se armaron para vigilar día y noche. Siempre están atentos porque las amenazas no cesan. Un día por la radio civil les dicen que van a acabar con todos, y al día siguiente un centenar de hombres armados se deja ver desde los cerros que rodean la comunidad.
Desde que impidieron que saquearan sus bosques, no hay tranquilidad en el ejido. Unos han comenzado a huir, otros buscan rehacer sus vidas, como Elvira, quien ya dejó el ejido; vive en otro lugar, porque lo perdió todo.
No sabe nada del paradero de Elías y de Fredy. Sigue esperando un resultado de la denuncia que presentó ante la fiscalía por la desaparición de su esposo y su hijo.
Elvira está segura de que la desaparición de su familia es en represalia por haber impedido la tala ilegal.
A Javier Hernández, el secretario del ejido, le preocupa la inacción de las autoridades, porque los puede llevar a un enfrentamiento incluso con el Ejército si sigue protegiendo al grupo de Crescenciano Arreola.
“Un enfrentamiento puede ser fatal para todos, por eso pedimos al presidente [Andrés Manuel] López Obrador y al secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval, que investiguen la participación que tienen elementos del Ejército [en este caso]”.
Por ahora, seguirán atrincherados, viviendo al límite, sin cultivar amapola ni aprovechar su bosque.