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Amozoc, Puebla.- La infancia de Jorge Jiménez Lópe z transcurrió entre su imaginación y el barro, aquella tierra que siempre formó parte de sus antepasados y de generaciones familiares.
Jugaba a crear, amasaba la tierra y les daba forma de elefantes, caballos, borregos y santos religiosos y así, imitando a los mayores, evolucionó: pasó de ser un artesano a un verdadero artista, con creaciones en miniatura que rompen estereotipos.
“Había una sensación de crear cosas de la nada, no había un límite, la imaginación era lo que podíamos hacer: barquitos, animalitos, incluso santitos, procesiones … era una sensación de poder crear cosas”, afirma.
En un pueblo como Amozoc , donde sus habitantes aprendieron a moldear la tierra con los cinco elementos de la naturaleza, aquel niño descubrió y aprendió los secretos para hidratarla adecuadamente y evitar se quebrara, darle el tiempo necesario frente al fuego y secarla con el viento.
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“Todos mis hermanos jugaban con barro, era lo que teníamos a la mano, no había juguetes, pero con el barro mis hermanos hacían sus virgencitas, procesiones y era jugar con el barro”, recuerda el hombre de 43 años, quien forma parte de una estirpe de artistas que viene desde los bisabuelos y tatarabuelos.
Cuando hoy crea -con una definición sorprendente- figuras de siete hasta los 25 centímetros, en su memoria siguen presentes aquellos animalitos que moldeó con plastilina en el kinder y que le valieron el asombro de todos; pero también los moldes de figuras religiosas que hicieron sus bisabuelos en aquel 1903.
Y su cuerpo sigue inundándose de emoción y satisfacción al ver sus obras concluidas, desde aquellas calaveritas, catrinas, caritas sonrientes, máscaras de huehues (danza típica de Puebla), hasta corazones púrpuras convertidos en arte pop, imágenes de Jesús, nacimientos completos, bustos de Porfirio Díaz e incluso reproducciones caricaturescas de Cantinflas y hasta el rostro de Tin Tan.
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“A veces decimos que nosotros manipulamos las obras, pero no, es al contrario. Luchamos con la frustración de que no nos sale, de que no nos queda, queremos apurarle y el barro se nos parte o se nos seca muy rápido, entonces ellas (las piezas) son las que nos manejan a nosotros, ellas son las que nos manipulan a nosotros”, describe.
Durante años -recuerda- la artesanía en barro y los artesanos eran vistos despectivamente; la introducción de nuevos materiales como yeso y resina generó una baja calidad, pero la vocación artística de toda su familia revirtió esa tendencia.
“Hasta hace unos años no me la creía, pero empecé a participar en talleres y dar talleres y me di cuenta que marcamos tendencia, nos dimos cuenta que sí teníamos buena calidad, no siempre estuvimos conscientes de lo que éramos”, admite, con modestia.
Son de los únicos talleres que elaboran al cien por ciento sus piezas, desde la creación del modelo a partir de cero, hasta la producción de docenas, cientos y miles de obras; como aquellas 250 piezas de la Pasión de Cristo para una festividad religiosa en Acatzingo.
Se niega a atribuirse la perfección, dice que es resultado del barro fino y de sus herramientas que usa, pero eso sí considera que sus obras son creativas, evolucionadas y llenas de amor, de amor familiar.
Evoca a su hermano mayor ya fallecido, su maestro del barro, quien le predijo que superaría a sus mayores, y ahora al verse dando talleres en la capital del país o ver sus creaciones en distintas regiones del país le llenan de orgullo.
Agradece a la tierra sus fracasos y sus éxitos, entre ellos que su hijo, estudiante de artes plásticas en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, sea la quinta generación de artesanos.
“Todo lo que he tenido en la vida me lo ha dado el barro, el sustento de mi familia, condiciones de vida y visitar otros lugares… evolucionar”, dice.
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