San Cristóbal de las Casas.— El 26 de julio hacia las nueve y media de la mañana, Francisca Morales Monterrosa supo que, en Pantelhó, la tranquilidad que empezaba a construirse se pulverizaba.
Hombres con fusiles de asalto, picos y mazos rompían puertas de las casas en busca de adversarios, a los que sacaban a la calle a rastras, atados de pies y manos para formarlos en el quiosco del parque central, desde entonces ya no se supo más de ellos.
Algunos hombres trataron de huir por los traspatios, pero fueron atrapados por los tzotziles de El Machete cuando saltaban las bardas.
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Desde la casa donde estaba Francisca, de 72 años, podían verse las columnas de humo, se escuchaban los gritos de los armados y las explosiones en las casas donde ingresaban.
La mujer tomó su chal y quiso correr al centro del pueblo, pero le dijeron que no lo hiciera, porque podían asesinarla. Entonces tomó el camino que llevaba al municipio de San Juan Cancuc, pero en su huida trastabilló, rodó por una pendiente, para finalmente quedar cerca de un arroyo. Quiso levantarse, pero no lo consiguió. Tenía una lesión en la pierna y su brazo. Sólo esperaba que llegaran por ella Los Machetes y la remataran a balazos.
Hacia las 16:00 horas, una familia que huía hacia San Cristóbal de las Casas vio a doña Francisca tirada entre las rocas y un hombre la levantó para llevarla a la casa de un pariente, donde se repuso.
En la casa de su hermano, supo que Los Machetes habían capturado a su hijo, por lo que decidió caminar hacia al centro del pueblo, donde se abrió paso entre la multitud hasta conseguir llegar al quiosco donde vio a 23 hombres que permanecían atados de pies y manos.
Un hombre hablaba en un aparato de sonido. Le suplicó que le cediera el micrófono para reclamar la liberación de su hijo Alfonso de Jesús Aguilar Morales, de 47 años; su sobrino Luis Fernando Aguilar Moreno, de 29, y su nieto Leovigildo Raúl Ramos Cancino, de 31, pero no lo consiguió.
Los tzotziles armados, que se cubrían los rostros con paliacates, no le permitieron subir al estrado. De inmediato la bajaron. “Yo no tenía miedo en ese momento”, asegura, porque quería salvar la vida de su hijo.
En su desesperación, caminó entre la multitud hacia la alcaldía, donde el fuego consumía patrullas y una ambulancia de Protección Civil municipal, donde encontró al presidente del Concejo Municipal, Pedro López Cortés, al sacerdote Marcelo Pérez y una religiosa identificada como Celia. Minutos después llegó el párroco de la iglesia de Pantelhó, Miguel Ángel de Alba Cruz, pero se retiró a su iglesia. Cuando pasó por el parque, pudo ver a los 23 hombres cautivos.
Entre sollozos, doña Francisca suplicó a López Cortés que le ayudara a rescatar a su hijo, nieto y sobrino, pero el hombre la vio con desdén y parecía no escucharla. Entonces se arrodilló frente al sacerdote, al que tomó de la mano y clamó: “Padrecito, ayúdeme”, pero el cura fue indolente.
Sin ninguna repuesta, salió de la alcaldía y pudo ver que los detenidos habían sido golpeados con las culatas de los fusiles. Tenían los rostros y la ropa ensangrentada. Alfonso de Jesús tenía una lesión en el rostro.
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Los tzotziles de El Machete ordenaron a los 23 detenidos que bajaran del quiosco para treparlos a camiones y camionetas que se dirigieron rumbo a San José Tercero, sin que la Guardia Nacional, el Ejército y la policía —que el 9 de julio había tomado el control del pueblo— pudieran evitarlo. Sólo dos de los detenidos fueron liberados esa tarde.
Las esposas y madres del resto se quedaron en el pueblo en busca del sacerdote Marcelo Pérez para que les ayudara para rescatarlos. Creían que serían encarcelados en San José Tercero y liberados al siguiente día.
Hacia las 18:00 horas, el cura les dijo a las mujeres que no podía llevarlas hacia San José Tercero, como había prometido, porque “las podían matar”, pero doña Francisca, entre llanto, atajó: “No importa, padrecito, que nos maten. Yo doy mi vida por mi hijo. Quiero que nos lleve usted”. Marcelo entonces prometió: “Espérenme, las voy a llevar”, pero ya no regresó al parque central.
En estos cinco meses, doña Francisca se encuentra refugiada en San Cristóbal, pero no puede regresar a Pantelhó, porque su casa fue destruida por los tzotziles de Los Machetes. Las ventanas y puertas fueron arrancadas y quemadas, mientras que sus pertenecías robadas. Su casa que construyó con su esposo hace más de medio siglo está en ruinas.
En este tiempo, lo único que ha sabido de sus familiares es que en San José Tercero los tzotziles los sometieron a trabajos forzados, como romper rocas en una cantera y acarrear arena, pero ya no supo más de ellos ni de los otros cautivos.
“Yo todos los días le pido a Diosito y a la Virgen santísima que me ayude a que mi hijo pueda regresar”, dice.
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