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Tijuana.— La última vez que Monserrat miró a sus dos hijas fue hace tres años, durante una audiencia para pelear por su custodia en una corte estadounidense: ella en Tijuana, y ellas, en la sala de un juzgado en Carolina del Norte —donde nacieron—; sus rostros sólo pudo acariciarlos a través de la pantalla de un monitor vía Skype sin que las niñas supieran que del otro lado su madre les lloraba.

Ese día, la juez le concedió la custodia total, pero con una condición: debía regresar a la Unión Americana. “Fue una burla, porque si ya me habían deportado y sabían que no puedo cruzar, esa condición que me pusieron me condenó. Yo no pedí a la juez eso, yo le pedí que me dejara verlas en vacaciones, que me dejara traerlas a México, pero no…”.

Monserrat nació en Guanajuato, se casó con un hombre que la llevó a vivir a Estados Unidos cuando cumplió 18 años. Allá vivió prácticamente bajo el yugo de la violencia. Durante los 10 años que duró el matrimonio los episodios comunes eran los desmayos a consecuencia de las golpizas. Las agresiones no sólo la afectaron a ella, el hombre con el que vivió no tuvo piedad, y sus puños también alcanzaron a sus dos hijas, de ocho y seis años.

La noche en que decidió dejarlo fue cuando las tres terminaron en un hospital a causa de los golpes.

Era 2011. Después de recuperarse y de que su ex marido pasó cuatro noches en la cárcel, los cuatro viajaron 20 horas en carretera, desde Carolina del Norte hasta Texas. Las tres regresaron a Guanajuato para reconstruirse, llegaron a México y en dos años el país les enseñó que la realidad de este lugar distaba mucho de su antigua vida.

“A mis hijas me las amenazaron hasta de muerte, era bullying, porque no eran de aquí y no hablaban español. El trabajo era muy difícil y el salario no alcanzaba”. Entonces tomó la decisión: regresar a Estados Unidos con sus dos hijas. Llamó a su ex marido y le dijo que las enviaría primero y luego ella cruzaría, para eso viajó a Mexicali, de donde se despidió y vio por última vez en persona a las dos pequeñas. Después, cuando recibió la noticia de que ya estaban con su padre —en Carolina del Norte— se fue a Piedras Negras, Coahuila.

Allá pasó dos noches en una casa de seguridad, durmió con 20 hombres más, hasta que una madrugada los despertaron para cruzar por el río Bravo, en plena caminata fueron sitiados por la Patrulla Fronteriza, era su tercer arresto, así que Monserrat pasó un mes en un centro de detención migratorio, de donde fue deportada el 1 de junio de 2013.

Dos años más tarde, el padre de sus hijas pidió la custodia total y le advirtió que no volvería a ver a sus hijas, ambos pelearon durante años por cuidar de las menores.

En la audiencia de 2015, la juez le concedió la custodia a Monserrat a cambio de que regresara a Estados Unidos, a sabiendas de que fue deportada. Es una burla, pero “tengo muchos años peleando por ellas y no voy a descansar, apenas el año pasado deportaron también a su papá, ellas se
quedaron en custodia de su madrastra, desde entonces no sé nada de ellas… ya son unas mujercitas, y desde aquí aún lucho por volverlas a ver”, lamenta Monserrat.

Grupo de apoyo. Dreamer’s Moms USA-Tijuana, una organización que ayuda a mujeres deportadas, ha documentado en los últimos tres años otros siete casos en los que el gobierno estadounidense deporta a mujeres y se queda con sus hijos.

Yolanda Varona, directora del organismo, dijo que la separación de las familias no es un tema nuevo; sin embargo, la administración de Donald Trump ha cambiado la forma de hacer política y expone a las principales víctimas: los migrantes.

“Hacer pública la separación de estas familias es un mensaje contundente para propagar miedo, les rompe el corazón a las madres que son deportadas y que no pueden hacer nada por sus hijos que están allá, si bien les van se van a quedar con familiares pero si no tienen a nadie van a terminar en orfanatos”, lamentó.

Dijo que desde territorio mexicano las madres luchan por reunirse con sus hijos, unas contra la corriente intentan una y otra vez cruzar la frontera, otras, sin ayuda de gobierno, pelean en las cortes para traerlos de regreso con ellas.

“Están en esta lucha solas porque el gobierno mexicano [Secretaría de Relaciones Exteriores] ha quedado a deber mucho, ni DIF, ni ellos, se dignan a pelear los casos, estamos solas…”, lamenta.

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