Alpoyecancingo, Gro.— Cristina Bautista Salvador tiene 49 años de edad, es nahua, una campesina que siembra maíz, frijol y calabaza para sobrevivir. En estos 10 años se convirtió en una de las caras más visibles en el movimiento por la presentación de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos por policías de Iguala y presuntos criminales, uno de los movimientos sociales más importantes de la última década.
Pero Cristina no buscó esto, es más desearía no estar ahí porque el costo ha sido muy alto: tener a su hijo, Benjamín Ascencio Bautista, desaparecido.
Una vida cuesta arriba
Cristina conoce la adversidad. Siempre le ha hecho frente. Sabe que para lograr algo debe trabajar muy duro. Hace 25 años se convirtió en madre soltera. Un día de 1999, el padre de sus hijos dijo que iba a comprar y nunca más volvió. Benjamín y su hermana menor, Mayrani, no lo recuerdan. Cristina no se cruzó de brazos, no podía.
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El 20 de enero del año 2000, Cristina fue a la iglesia de su pueblo, se encomendó con el santo patrono San Juan Bautista y salió rumbo a Estados Unidos. Todo era incertidumbre. Una aventura que no deseaba. Después de una gran travesía, de caminar por el desierto y de tomar una camioneta, llegó a Arizona y después viajó a Connecticut.
El 7 de diciembre de 2001 regresó a Alpoyecancingo. Traía el dinero que logró ahorrar. Encontró su casa de adobe muy dañada por las lluvias. No lo pensó mucho: la derrumbó y comenzó una nueva. La construcción avanzó, pero el dinero se terminó. No quedó de otra: pidió prestado para no dejar tirada la obra.
Dos años después, la deuda de la casa, más la falta de empleos, hicieron que Cristina se fuera de nuevo a EU. Esta vez fue más fácil, caminó sólo tres horas por el desierto y ya estaba del otro lado. Conseguir trabajo fue más difícil y la responsabilidad mayor. Tenía que enviar dinero para pagar la deuda, continuar con la casa y para los gastos de sus hijos.
Durante cuatro años trabajó de 7 de la mañana a 12 de la noche, los siete días a la semana. Otra vez el 7 de diciembre de 2007 regresó a Alpoyecancingo. Logró pagar las deudas, no terminó su casa, pero sí la convirtió en un espacio seguro para su familia y juntó algo para un negocio.
En Alpoyecancingo montó una tienda de ropa y una panadería y volvió al campo a sembrar maíz. Los cuatro, Cristina, Laura, Mayrani y Benjamín, se iban a limpiar y abonar las milpas. A las 3 de la mañana se levantaba a preparar el pan, y a las 6, Benjamín y Mayrani salían con sus canastos a venderlos.
Por las tardes vendía chicharrones y palomitas y los jueves vendía pozole. Cristina por fin sentía algo de estabilidad, de ahí pagaban su alimentación, su ropa y los gastos de la escuela.
“Antes del 26 de septiembre, yo era muy feliz con mis hijos”, dice Cristina.
Benjamín quería estudiar
Cristina menciona que cuando Benjamín estaba terminando el bachillerato le pidió que se fuera nuevamente a Estados Unidos a trabajar para que él pudiera estudiar Computación e Informática.
“En ese tiempo regresar a los EU me estaba pesando mucho, yo le decía a Benjamín que buscara otra carrera. Y como no me podía ir, me puse a trabajar aquí vendiendo comida y ropa. Esa vez no se inscribió en ninguna escuela porque en bachilleres no le dieron su certificado, le faltaba el servicio. Y entró al Conafe, en Educación Inicial”, comenta Cristina.
Después de un tiempo, Benjamín le comentó a su familia que un maestro de Tixtla le dijo de la normal de Ayotzinapa y que había sacado ficha.
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“Nos dijo que iba a estudiar en la normal y que cuando terminara iba a estudiar lo que él quisiera. Yo me preocupé y le dije que mejor ya no estudiara, que mejor trabajáramos juntos. Él me contestó que no, que quería seguir adelante. Me dijo que no me preocupará y que el 22 de junio iba a hacer el examen, pero que eso era lo fácil, lo difícil era la semana de prueba, que iban a hacer ejercicios.
“Comentó que quería pasar a la primera porque no quería esperar otro año. Se llegó la fecha y me dijo que le prendiera mi veladora. Al otro día, se fue con su machete, con alimento de los animales que le pidieron. No quiso que lo acompañara. A la semana regresó muy feliz, pelón, bien quemado y sus ojos hinchados, pero contento que se quedó”, menciona la señora.
El 15 de septiembre en la normal le dieron día libre a Benjamín, aprovechó para entregar documentos en Chilapa por lo de su beca de Conafe. Luego se fue a Ahuacuotzingo. Cristina platica que llegó a la hora de la comida y que comieron juntos con su hermana.
“Esa fue la última vez que comimos juntos, que platicamos porque me dijo que no le marcara, ni le mandara mensajes, que él me iba a llamar hasta que tuviera chance”.
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La pesadilla
El 29 de septiembre de 2014, Cristina llegó a Ahuacuotzingo a ver a Mayrani que estudiaba el bachillerato. Eran las 9:30 de la mañana.
Mayrani fue directa. Le preguntó si sabía cómo estaba Benjamín porque un profesor le había dicho que los normalistas habían tenido un enfrentamiento con la policía. Cristina comenzó a marcarle. Le marcó una, dos, docenas de veces y Benjamín nunca respondió. Intentó tomarlo con calma, almorzaron.
Luego, recibió una llamada de un hermano que vivía en Chilpancingo. Fue más específico. Le dijo que tenía el periódico en la mano. Le leyó parte de la noticia: 57 normalistas estaban desaparecidos y el nombre de Benjamín ahí estaba.
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“Si vas a la normal me dices para acompañarte”, propuso el hermano. Cristina no lo pensó más y se fue a la normal.
A las 03:00 de la tarde Cristina llegó a la escuela. En la entrada vio llegar una camioneta con estudiantes, ninguno era Benjamín. Se quedó parada en el portón, nadie se le acercó. Vio llegar otra camioneta llena de jóvenes. Tampoco venía Benjamín.
Preguntó si era cierto que había estudiantes desaparecidos. Los normalistas que cuidaban la puerta lo confirmaron. Cristina se identificó, les dijo que era madre de Benjamín. También le confirmaron que su hijo era parte del grupo de los desaparecidos. La hicieron pasar. Cuando llegó a la cancha de la normal, Cristina se encontró con muchas madres y padres, casi todos llorando.
En ese momento comenzó esta pesadilla que después de 10 años no puede terminar.
El despertar de Cristina
En 2015, un grupo de madres y padres acompañados por sus representantes legales estaban frente a un auditorio lleno en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Todos estaban ahí para escucharlos. Cristina estaba nerviosa, las participaciones habían concluido y le tocaba su turno.
Cristina recuerda que no sabía qué decir, era su primera vez que hablaría en público, y no sólo eso, sino ante un auditorio lleno.
“Lo que se me ocurrió fue hablar de mi hijo, de Benjamín, yo no me di cuenta, pero luego me dijeron que todo el auditorio estaba llorando por lo que yo les conté”, dice.
Desde ese día, Cristina no ha dejado de hablar de Benjamín, de exigir su presentación con vida. Le ha demandado verdad y justicia en la cara a dos presidentes de la República.
Esa vez, para Cristina fue una liberación, lleva meses sin poder hablar de la desaparición de su hijo, el dolor se lo impedía, las palabras se le atoraban en la garganta. Además, al inicio le costaba expresarse, cuando llegó a la normal su español se mezclaba con su náhuatl.
Vidulfo Rosales Sierra, desde el primer día de la desaparición de los 43 estudiantes, ha sido el abogado de las madres y padres. Ha estado muy cerca de ellos. Los ha visto crecer y sufrir.
“Cristina es una madre que cuando llegó a la normal no sabía hablar español, le costaba mucho trabajo hablar en español, con el paso de los días fue aprendiendo, después su expresión era mayor, más fluida. Ella ha agarrado una capacidad impresionante, es una de las personas que dirige, una de las madres que se le encomiendan muchas cosas importantes. Yo creo que es de las que más ha crecido, más se ha fortalecido, más ha aprendido”.
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La desaparición que enferma
A 10 años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa los efectos en los padres son cada vez más evidentes: diabetes, parálisis facial, asma, hipertensión arterial, dolencias, ansiedad, insomnio.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) en su periodo de investigación documentó 180 víctimas directas incluyendo seis ejecutadas extrajudicialmente (tres normalistas, dos integrantes del equipo Los Avispones y un taxista), además de 40 heridos.
Entre las víctimas, dice el GIEI, se debe considerar a los familiares de las víctimas directas, que son al menos 700 personas. Muchas de esas familias por estos hechos perdieron su cotidianidad, se rompieron, se dividieron. Padres que buscan a uno de sus hijos e hijos que se crían solos porque sus padres buscan al hermano que les falta.
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Estos 10 años han sido de desgaste emocional, físico, económico para los padres y madres de los 43. Todos están firmes en la búsqueda de sus hijos, aunque algunos han tomado pausas por razones esenciales: pobreza y enfermedades.
“El movimiento que encabezan las madres y los padres de los 43 es la última estocada a ese régimen caduco, a ese régimen de mucha corrupción, de complicidades con la delincuencia organizada. Hoy las madres y padres son ejemplo de dignidad, ejemplo de lucha. Representan el no claudicar, los principios.
“Hoy es la única lucha que ha cuestionado al gobierno actual y se han hecho blanco de ataques del propio gobierno al ser una piedra en el zapato. El movimiento que se mantiene en la misma línea sin moverse un ápice, desde 2014 su única línea es la verdad”, menciona Vidulfo Rosales Sierra.