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El sol aún no sale. La ciudad duerme. Ximena no, tampoco Socorro, su madre. Para ellas el día inicia con una danza en medio de la penumbra de cada madrugada, entre las 4:00 y 5:00 horas. Es un vaivén de un cuarto a otro, para que finalmente se sumen al resto de los niños que suben a una minivan rumbo al cruce fronterizo a hacer una fila de hasta dos horas para caminar casi medio kilómetro hacia su escuela en Calexico, Estados Unidos.
Esta, la de Ximena y sus tres primos, no es la única familia que vive en la frontera mexicana, pero que la mayor parte de su día lo pasa del otro lado del muro, en alguna de las escuelas en la Unión Americana.
“Nunca te acostumbras al sueño”, dice Ximena, de 12 años, mientras come unas galletas en la sala de su casa. El reloj marca las 5:00 de la tarde y ella apenas se sienta a descansar, para entonces ya tiene al menos 12 horas despierta y aún le falta tiempo para su tarea, “es difícil, porque así es todos los días, pero dice mi mamá que lo vale”.
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Vale la pena
Son las 5:00 de la mañana, Xime despierta y como puede —aún con los ojos entrecerrados y los llamados de su madre— da un par de pasos hacia el baño. Apenas pasaron unos 30 minutos y se ha transformado, dejó su pijama y ahora porta una falda y blusa guinda, el uniforme de Calexico Mission School, su escuela. Sentada, en la silla del comedor, escucha el ruido de un claxon.
¡Clic-clic! Ese ruido es la señal que espera cada madrugada. Se trata de una camioneta blanca que prácticamente es como un autobús escolar, conducido por Teresa, otra madre de familia que durante los últimos 10 años llevó a sus cinco hijos a esa misma escuela; tres ya se han graduado. Dos de sus hijas, Ximena y al menos otros cinco niños viajan en ese vehículo todos los días durante casi una hora, en ese tiempo muchos duermen lo que no podrán dormir en sus casas, y otros, hasta terminan sus tareas.
“Yo me levanto a las tres y media de la mañana”, dice Tere, la conductora del carpool (auto compartido), “ahora vivo de esto, paso por los niños a sus casas, cruzo y camino con ellos, mi trabajo es dejarlos en la escuela y luego regresarlos a sus casas, la vida se me va en ir y venir, entre uno y otro país”.
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Todos ellos son estudiantes de la Calexico Mission School, una escuela privada al otro lado de la frontera, a unos 600 metros de la garita peatonal Calexico, donde estudian cerca de 500 alumnos y alrededor de 85% de su matrícula son mexicanos, de Mexicali, Baja California.
El director de la escuela, Óscar Olivarria, es parte de este fenómeno transfronterizo. Hace más de una década fue alumno. Vivió en Mexicali mientras estudiaba en ese mismo plantel.
“Yo he visto los esfuerzos que hacen los padres para que sus hijos logren llegar aquí”, explica el hombre, quien no rebasa los 45 años, “yo mismo fui parte de esto que ellos viven y mi intención es decirles que el sacrificio valdrá la pena, porque al menos saldrán con un manejo total del inglés y eso aquí [en Estados Unidos] y allá [en México] es una ventaja”.
Socorro es mamá de Ximena, a diferencia de su hija, ella no cruza a Estados Unidos, pero diariamente desde su celular puede vigilar que ella esté en un lugar seguro y que siga el camino de todos los días, de su casa a la garita y de ahí a la escuela, y luego ese mismo trayecto se repite al revés.
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A las 3:00 de la tarde la espera en su casa y Socorro vigila su celular. Lo mira y sus ojos se mueven al mismo ritmo del puntero que señala los movimientos de su hija.
“Siempre me preocupo, porque es mi hija”, explica Socorro desde la cocina de su casa, donde espera a Ximena con una de sus comidas favoritas, tacos de lengua en salsa, “así es la vida para uno que vive en frontera, pero si eso significa que ella va a estar mejor, pues que así sea”.