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Se acabó. Es el Apocalipsis de una ciudad. No se está preparado para encontrar imágenes como estas. Kilómetros de ruinas, escombros, autos volteados, postes caídos, árboles derrumbados, casas sin techo, edificios sin puertas, construcciones con todos los cristales rotos, tiendas y negocios con las cortinas metálicas despedazadas, cables eléctricos que forman espantosas telarañas sobre lo que un día fue el puerto de Acapulco.
Ir de la caseta de entrada a la glorieta de la Diana llega a tomar cuatro horas: una odisea, un calvario entre el calor asfixiante y el hervidero de autos detenidos.
Desde ahí se comienza a mostrar el horror de Acapulco: un paisaje donde se amontonan, junto al desastre, la piel de la miseria y caravanas de gente que arrastra, carga, lleva en carretillas y “diablitos” los objetos que acaba de saquear.
Todo es tan irreal que parece un sueño. Durante esas horas no dejan de pasar cientos de hombres, mujeres, niños y ancianos con cajas de chiles, de papas, de servilletas, de papel de baño, de refrescos, de cervezas, de cigarros, de todo lo que pueden cargar.
Un desfile de garrafones, llantas, refrigeradores, baterías de auto, cajas registradoras, televisores, aparatos de sonido.
En Acapulco vino primero la devastación del huracán. Ahora está en marcha la de la rapiña. “Se llevaron hasta la silla del mostrador”, dice un hombre frente a una miscelánea completamente saqueada.
Walmart, Coppel, Sams, Soriana, Elektra. Todas tienen los vidrios rotos. La gente sigue buscando entre los anaqueles vacíos y algunos cargan incluso con los anaqueles vacíos.
La avalancha cayó sobre Home Depot y Office Depot. Fueron saqueadas tiendas de empeño. Un centro de distribución Telcel está ahora completamente vacío. De los Oxxo, no quedó uno vivo: por la noche, en la Zona Diamante, alguien fue a avisarle a una patrulla de la Guardia Nacional que tres hombres se estaban llevando incluso la caja fuerte.
Absolutamente todo está lleno de muchedumbres errantes. Frente a las contadas estaciones de gasolina que siguen abiertas se forman filas de personas que deben esperar hasta ocho horas para poder comprar 20 litros de gasolina. Cuando la reserva de combustible se agota, las escenas de rabia y desesperación retumban en las calles.
La incesante, iridiscente Costera de otros días, llena de ruido y de ráfagas de color enloquecido, ha dejado de existir. Al avanzar a lo largo de la hecatombe, entre sombras de lo que fueron hoteles, restaurantes, antros, edificios —el viejo ensueño de fama universal que todo mundo alguna vez llegó a buscar y a encontrar—, Acapulco parece un lugar que hubiera sido abandonado hace 200 años.
Pero no fue así, la ciudad entera quedó destruida en una sola noche.
Hace apenas una semana, en el puerto se esperaba, para el periodo decembrino, la llegada de más de un millón de turistas (en el verano lo visitaron 977 mil); se calculaba una derrama de más de más de 6 mil millones de pesos.
El huracán Otis lo cambió todo. En cosa de tres horas, cambió la realidad para 800 mil personas.
A la mañana siguiente, en el fraccionamiento Las Playas, los pájaros no cantaron por primera vez en 22 años. La razón: todos los árboles habían desaparecido. Caía sobre las calles un silencio de tumba.
“Cuando salgas y veas no te asustes, ya no hay nada”, le dijo Reynaldo Álvarez a su esposa Nayibe.
Habían pasado la noche encerrados en el baño de su casa. A la medianoche del martes 24, Otis había comenzado a rugir. “Todo tronaba, todo rompía, todo volaba. El piso se cimbraba peor que en el terremoto, y así por horas. No había luz. Acapulco estaba en la peor de las oscuridades. Nuestros cuerpos se quedaron sin fuerza, como si hubiéramos luchado por horas con algo invisible”, narra la señora Álvarez.
“No puede ser verdad lo que veo, qué es esto”, dijo Álvarez cuando salió a la calle.
Cuenta que seguía lloviendo y que en la calle flotaban los muebles, los tinacos, los enseres domésticos, los portones de ellos y de sus vecinos. Las casas estaban inundadas. La gente caminaba entre montañas de escombro, de láminas, de basura. Todos iban como sin rumbo.
Esa noche, los dos Acapulcos, el Acapulco del lujo y el Acapulco del hambre, quedaron revueltos en los mismos lodos. En su célebre reportaje sobre el puerto, Ricardo Garibay escribió que ahí, en medio de sus brutales contrastes, algunas veces el espíritu estaba ausente: el alma quedaba “en estado de espera permanente”.
Eso exactamente parece ocurrir frente a las escenas que hoy roban la respiración. Cae la noche en Acapulco y seres que se quedaron sin alma, porque lo perdieron todo, recorren las calles como los zombies de las películas de horror.
Veo a una familia sentada frente a su casa de láminas: todos tienen la mirada perdida. A las puertas de una pequeña tienda, otra familia se protege, machete en mano, contra posibles saqueadores.
Todo es un desierto donde centros comerciales, tiendas departamentales y condominios de millones de pesos, quedaron en ruinas.
Mucha gente se va de Acapulco. Salen coches y motos rumbo a Chilpancingo. Algunos van por víveres y gasolina. Otros salen a esperar que pase la tormenta. “¿A qué te quedas cuando lo pierdes todo?”, me dice una señora que en una mano lleva a su niña y en otra una maleta exorbitante, mientras se dirige a la caseta por donde pasará algún camión.
Atrás, militares y guardias nacionales limpian de escombros la Costera, le regalan a la gente su propia comida, se meten en el lodo para retirar escombros, postes, árboles.
Queda claro que el huracán fue el principio. Y que en realidad, el Apocalipsis de Acapulco apenas está comenzando.