
Limp Bizkit: Fred Durst, Wes Borland, John Otto y DJ Lethal se acomodaron de espaldas al público. En la pantalla comenzaron a aparecer imágenes de Sam Rivers: momentos de carretera, fragmentos de giras, escenas domésticas en estudio.
Algunos se cubrieron el rostro, otros respiraron hondo. La multitud, consciente del instante, respondió en apoyo desde su lugar: “¡Rivers, Rivers!”
La muerte del bajista, ocurrida apenas semanas atrás, seguía fresca. Y aunque Loserville se había concebido como un festival de celebración, esa noche no podía iniciar sin reconocer al músico que sostuvo el corazón rítmico del nu metal desde 1994.

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Durst rompió la quietud con un “Ok, ok, cabrones…”, alivianando el aire antes de soltar los clásicos como “Show Me What You Got”, “My Generation”, “My Way”, “Full Nelson”, “Boiler”, “Dad Vibes”, “Nookie”. En “Behind Blue Eyes”, una bandera con el nombre de Rivers ondeó desde el fondo, y la banda levantó el pulgar al verla.
El vocalista jugó con la audiencia sin perder el toque: “Habla español poquito”, confesó con acento torpe pero esfuerzo evidente. Un simple “Muchas gracias” fue suficiente para desatar aplausos.
Hubo espacio para las rarezas: Durst lanzó un aullido y el estadio lo imitó, como un llamado tribal que se extendió por todas las gradas.
Antes de “Rollin’”, el grupo soltó un trocito de “La Bamba” que se convirtió en coro y baile entre los fans, quienes divertidos le seguían el juego a la banda.
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Y, fiel a su estilo, Durst metió a tres fans al escenario sin previo aviso. “Tú, tú y tú. Súbanse.” Terminó compartiendo micrófono con tres adolescentes que temblaban entre euforia y nervios.
El cierre llegó con “Take a Look Around”, mientras en la pantalla reaparecía el mensaje que enmarcó la noche: “Siempre te amaremos, Sam.”
El Fray Nano amaneció ese día envuelto en una misión imposible: convertirse en sede de un festival masivo con apenas unas horas de margen.
Lo que debía ocurrir en la explanada del Estadio Azteca terminó desplazado a un recinto más pequeño, con logística acelerada y fans que no estaban dispuestos a renunciar a ver a sus bandas favoritas antes de que acabe el año.
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Desde temprano aparecieron los primeros contingentes: playeras negras desgastadas, adolescentes debutando en su primer concierto pesado, papás rockeros llevando orgullosos a sus hijos, grupos de amigas, parejas y familias completas.
Afuera se formó un pasillo de productos: pines, gorras, parches y la figura ya casi mítica de “San Fred Durst”, estampado en veladoras y camisetas como un santo patrono del nu metal.
Dentro del recinto, las bandas tomaban el escenario antes de la hora marcada, como si el festival quisiera compensar el cambio forzado de sede. Quien entraba a la hora indicada descubría que se había perdido la mitad del primer acto.
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La economía del festival era casi igual al estándar de ahora en los conciertos: cerveza a casi 200 pesos (y 50 más si querías vaso conmemorativo), hamburguesas de 180, hot dogs de 120, papas y alitas rondando los 200.
Entre gritos y piropos: así vivió CDMX el set de Bullet For My Valentine
Bullet For My Valentine: Matt Tuck, Michael “Padge” Paget, Jamie Mathias y Jason Bowld, llegó al escenario entre una ovación que no coincidió con la realidad técnica: la primera canción sonó con fallas en el audio.

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Las quejas estallaron en el público: “¡Súbanle!” y “¡No se oye nada!” gritaban las personas. Pese al caos sonoro, el público no perdió el humor. Cuando el audio volvió a la normalidad, los fans celebraron como si hubieran ganado una batalla.
Tuck salió con una playera de Cradle of Filth y, entre agradecimientos, recibió piropos muy al estilo mexicano como: “Viejo sabroso, estás bien hermoso”, le gritaron desde la izquierda.
A Paget le tocó el clásico: “¡Eso, bebé, alócate!”, en cada solo.

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Con “Tears Don’t Fall”, “Cries in Vain”, “Hand of Blood” y “Waking the Demon”, recordaron por qué se convirtieron en emblema del metalcore desde The Poison (2005) y por qué siguen convocando multitudes.
alm
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