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Desde su primer largometraje, Perros de reserva (1992), cuando plagió enteramente City of fire (1987, Ringo Lam), un magistral filme hongkonés, Quentin Tarantino se escuda en aquella frase de Pablo Picasso: “Un artista copia, un gran artista roba”. Tarantino fue hábil en robar imágenes. Hasta ahora.

Su noveno filme Había una vez... en Hollywood (2019) es lo que se llama pastiche, que consiste en imitar diversos —demasiados— elementos fílmicos y mezclarlos —más bien manosearlos— para hacer un falso relato original. El antes interesante director formado en una tienda de videos, que plagiaba una que otra película poco vista o medio clásica, hizo una especie de antología que debe verse como si se leyera un libro con 20 notas a pie de página, ¡en cada página! Lo que llevó a organizar mini festivales de títulos específicos en televisión por cable para que el espectador poco ducho comprenda de dónde viene esta obra.

No es novedad que haga un pastiche, o collage. Tiene años abusando de la técnica para justificar sus robos de cintas de vaqueros a la italiana (Django sin cadenas), o de estilo clásico (Los 8 más odiados), o de policiales a la afroamericana (Jackie Brown: la estafa), u orientales de karate y samuráis (Kill Bill: la venganza vols. 1 & 2).

Sí llama la atención que quiera con tan enciclopédica cinefilia, que roba con dedos atrofiados a los que menos tienen (películas olvidadas, programas de tv), sorprender al público con un discurso dizque épico sobre el Hollywood de los días previos al espantoso asesinato de la actriz Sharon Tate (Margot Robbie) a manos de Charles Manson (Damon Herriman) y su desquiciada pandilla, sucedido el 9 de agosto de 1969. La versión Tarantino altera esto con sus reglas. La principal, sentir nostalgia por el Hollywood perdido. O por el que Tarantino se imagina que así fue: un paraíso antes de la decadencia.

Sus protagonistas son Rick Dalton (Leo DiCaprio), astro en declive, y su doble para escenas de acción Cliff Booth (Brad Pitt), inspirados en las carreras del actor Burt Reynolds y su doble, amigo y luego director Hal Needham.

El giro de la trama es que son vecinos de Sharon y su esposo Roman Polanski (Rafal Zawierucha).

En su versión, que está contada como larga historia de una ciudad sobreidealizada, hay referencias a ciertos personajes objeto de burla como Bruce Lee, o habituales hollywoodenses encarnados por Marvin Schwarzs (Al Pacino). Varias obras son saqueadas, de Doce del patíbulo a Las demoledoras; destacadamente Alas de águila (1957, John Ford), a las que suma “chistes” que incluyen en el reparto hijos y amigos de vecinos y celebridades en papeles de segunda.

Si Tarantino quería criticar a Hollywood quedó lejos de El misterio de Silver Lake (2018, David Robert Mitchell), ácido filme sobre la estupidez, la frivolidad y la pretensión esnob de una ciudad al borde de la locura. Hecho sin necesidad de abrumar con referencias cinematográficas.

En resumen, es una gran broma. Pero privada. El espectador cinéfilo necesita desempolvar sus doctorados en cine & cultura hollywoodense 1960 para disfrutar una cinta que obscenamente sólo se refiere a esto. Quien no posea dichos estudios encontrará una película medio payasa, aburridona, con una que otra escena brillante, sobre la crisis existencial de un actor y su cuate, quienes por azares del destino acaban siendo secundarios en un día histórico, visto como… ¿comedia? Tarantino se perdió en la selva de su erudición cada vez más trivial.

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