
“Cuando uno se va, lo que se queda es eso que vio”, dice Juan Gabriel desde la pantalla gigante.
Es el eco de su voz el que abre la proyección de su histórico concierto en Bellas Artes, grabado en mayo de 1990, mientras el Zócalo, 35 años después, mira atónito entre luces de celular, risas y abrazos que van bien con el aire fresco de una bella noche de noviembre.
La frase pertenece al documental "Debo, puedo y quiero", de María José Cuevas, estrenado el 30 de octubre en Netflix, y sirve como antesala perfecta a la velada.
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La noche promete ser fría, pero prefiere ser amable, como el propio Divo de Juárez, e invita a miles en la explanada más importante del país a quedarse.

Hay familias de tres generaciones, jóvenes con brillantina, mujeres con pañuelos rosas, hombres que se maquillan y parejas que se abrazan.
Esta noche se canta sin culpa, se baila sin miedo. Se rinde un homenaje a Juan Gabriel como sinónimo de libertad alcanzada en otros tiempos, los suyos.
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Siempre en su mente
Como contó Jean Aguilar, hijo del Divo de Juárez, los derechos de aquel concierto —por años fuera del control de la familia— están finalmente liberados para verse de manera masiva.
Esa espera no sólo terminó; se volvió homenaje: el reencuentro con el ídolo que nunca se fue.
A las 20:22 horas, durante “Yo no nací para amar”, una falla de sonido corta unos segundos la proyección. Fue como un pestañeo a la realidad, todos estaban inmersos, desde unos 15 minutos antes en la magia del ídolo.

Nadie se inmuta: el público completa los versos y continúa.
En pantalla, brilla con su traje blanco bordado, al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Enrique Patrón de Rueda; las primeras filas bailan.
“Especialmente para ustedes, con lo caro que estuvieron los boletos”, se le escucha bromear a Juanga en aquel 1990.

Entonces, las localidades costaban cerca de 250 mil pesos; hoy, la entrada es gratuita, pero la devoción no se ha devaluado.
El repertorio fluye: “Se me olvidó otra vez”, “Te pareces tanto a mí”, “Caray”.
“Caray”. Esa expresión viene bien: todos parecen disfrutar y lamentar que el cantante no esté. Ni modo, el público sigue: “qué bueno, lero, lero”; y el suelo vibra como si hubiera mariachi en vivo.

El Divo ya aparece vestido de negro, con saco corto y bordados dorados, para seguir con los temas “Se me olvidó otra vez” y “Ya lo sé que tú te vas”.
Nadie se mueve, nadie parpadea: suena “Amor eterno”, el bullicio se apaga. Pocos se buscan con la mirada.
Juan Gabriel dijo alguna vez que era una oración para las mamás que están lejos, y en esta noche fría esa distancia parece borrarse: hay lágrimas, pero también una cercanía indescriptible.
“Tarde o temprano estaré contigo”, susurran todos.
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