
A inicios de los 90, México aún separaba con celo lo “popular” de lo “culto”: que Juan Gabriel pisara el escenario de Bellas Artes era casi una herejía.
Pero esa noche de mayo de 1990, mientras el público rompía en aplausos, algo cambió para siempre: el país visitó la emoción popular de gala.
En aquel podio estaba Enrique Patrón de Rueda, un joven director sinaloense acostumbrado al orden de la ópera, que se lanzó al vértigo del "Divo de Juárez": aceptó el proyecto en medio de la tormenta.
“Fue un evento con mucho debate, había mucha gente en contra, fue un escándalo, hubo mucha polémica. Hubo que superar el problema político de presentar a Juan Gabriel en este espacio tan emblemático”, recuerda.
El reto de tomar la batuta
Antes de él, el director Luis Herrera de la Fuente había renunciado ante las presiones. Patrón tomó la batuta con mucha convicción, si bien no con tanto cálculo.
“Mucha gente se asombró, me dijo que me exponía, que iba a afectar en mi carrera, pero me gustaron las canciones y la propuesta de Eduardo Magallanes, así que acepté sin temor.”

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El reto fue inmenso: faltaban arreglos, el repertorio era largo y el cantante, en su genialidad, solía improvisar sin aviso.
“Faltaba hacer los conjuntos, los arreglos para el coro, para ensamblar mariachi con orquesta. Fue un evento complicado, pero que me dejó un muy buen recuerdo, y muy divertido además”, asegura.
En especial, Patrón tuvo que aprender a dirigir con la mirada, atento a cada gesto, cada respiración de Juan Gabriel.
“La dificultad era tratar de encajar en esa arte de la seducción de Juan Gabriel”, rememora.
“Él creaba una magia especial en su respuesta con el público, cómo se involucraba con la orquesta y conmigo. Me tuve que poner en su misma frecuencia”, confiesa.
Los primeros ensayos fueron caóticos, pero poco a poco encontraron el equilibrio.
“Improvisaba mucho, cambiaba de canciones, entraba, metía algo más y salía. Yo tenía que sincronizar a esa masa coral, vocal e instrumental. Pero una vez que ensayamos entendí su lenguaje”.
Con el tiempo, el maestro comprendió que aquella función fue un cambio de época.
“Juan Gabriel era un cometa con una estela de luz atrás, era imposible de apagar eso, ya estaba convertido en una de las leyendas vivas de México”, dice.

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Cuando Juan Gabriel apareció por primera vez en el escenario de Bellas Artes en 1990, Aída Cuevas estaba entre el público, en las primeras filas, con la piel erizada.
“No creo que nada más a mí me pasó eso, todos vibrábamos al verlo desde que salía al escenario, con esa energía, con esa entrega, con ese carisma que nada más él tenía”, comparte en entrevista.
“Era perfecto en la afinación, en las notas que daba, en la interpretación”, añade todavía conmovida por aquel recuerdo.
Aída había ido como su fiel admiradora, pero también como alguien que conocía de cerca al hombre detrás del mito.
Juan Gabriel fue su compadre, padrino de su hijo Rodrigo, y esa relación se hizo entrañable, basada en respeto y complicidad.
En escena, cuenta orgullosa, lo vio una y otra vez, en los tres conciertos de Bellas Artes (1990, 1997 y 2013), y lo acompañó en 60 noches en el centro nocturno El Patio.
“Yo dije, ‘van a ser unas cinco noches’ pero no, nos quedamos. Era una locura porque todos los días estaba lleno el lugar”.
Ahí, recuerda, tres veces lo fue a ver María Félix.
“Ella entraba al camerino a saludarlo, era impresionante el cariño que le tenía la señora a Juan Gabriel, y la admiración era mutua”.

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Aída resume lo que muchos sintieron al trabajar o convivir con el ídolo: “Cómo cautivaba el maestro… nada con él era simple”.
La herencia más personal
Años después, Juan Gabriel le dejó algo más que recuerdos: una herencia artística pensada para que la voz de ella se perpetúe en sus temas.
“Le dije: ‘compadre, esas canciones ya las grabó fulano y perengano’, y él me contestó: ‘no me importa, yo sé que usted va a superar esas interpretaciones’”, cuenta Aída.
Eran 63 temas, muchos ya conocidos y algunos inéditos, que el Divo le entregó para cuando muriera.
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Juan Gabriel le dejó grabaciones dirigidas a Rodrigo Cuevas, el hijo de Aída, con indicaciones precisas sobre cómo debían sonar los arreglos y qué atmósfera buscaba.
“Tenemos grabaciones donde le va diciendo: ‘esto hágalo así o póngalo acá, y si tiene otra sugerencia, póngala’. Es un tesoro para nosotros eso”, explica la cantante.
Insiste en que aquel “regalo” no implicó derechos de autor: éstos permanecen con Iván Aguilera.
Para Aída, ver proyectado en el Zócalo aquel primer Bellas Artes es una forma de cerrar el círculo: “Merece eso y más. El artista más completo que ha dado México”, enfatiza.
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