Legislar sobre la prevención y combate a la corrupción era impostergable. Si bien puede perfeccionarse el marco jurídico, es indiscutible que hoy con el Sistema Nacional Anticorrupción estamos mejor que antes.

Lo logrado es relevante porque fortalece el andamiaje jurídico y el entramado institucional para la prevención y el combate a la corrupción, que es quizá el más importante de los grandes retos que la democracia debe enfrentar para conservar su legitimidad. Por algo la ONU concentró en 2015 su campaña Rompamos las cadenas en enfatizar que la corrupción quebranta la democracia y el Estado de derecho.

Las consecuencias de la corrupción han sido detectadas y dimensionadas por diversas instancias académicas y sociales a lo largo del tiempo. Por ejemplo, la Encuesta Nacional de Corrupción y Cultura de la Legalidad, realizada por la UNAM y difundida recientemente, revela que el 70.3% afirma que la corrupción es el principal problema en materia de impartición de justicia; en seguridad, 49.9% dice que el problema es la corrupción; y 79% considera que afecta mucho la economía del país. El 60% de los encuestados cree que es muy difícil acabar con ella.

Las siguientes son referencias que hacen ver la magnitud del desafío que representa la corrupción para México:

El último informe del Latinobarómetro, sobre satisfacción con la democracia en América Latina, señala que el progreso en el combate a la corrupción impacta positivamente en la satisfacción con las instituciones democráticas. El estudio ubica a México en el último lugar de satisfacción con la democracia, con apenas 19% de respuestas positivas de los encuestados. Por su parte, en su Índice de Percepción de la Corrupción, Transparencia Internacional colocó a México en el lugar 95 de 168 países en 2015.

De acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad (Amparo Casar, Transamos y no avanzamos, 2015), en México los costos de la corrupción se estiman entre dos y diez puntos porcentuales del PIB. De ser 5%, por ejemplo, las pérdidas ascenderían a 890 mil millones de pesos, lo que equivale, según el mismo documento, a 87 veces el presupuesto de la UNAM, 7.7 el de la Sedesol y tres veces el de la SEP.

Aunque la corrupción no propiciara otros males, estas pérdidas son suficientes para reaccionar urgentemente. Más aún porque la corrupción es uno de los grandes frenos al desarrollo del país: encarece la construcción de infraestructura, la atención a los problemas sociales, la lucha contra la pobreza y la prestación de servicios de salud y educación.

Asimismo, la corrupción es uno de los mayores obstáculos en el cumplimiento de la obligación estatal de promover y proteger los derechos humanos. Un sistema judicial corrompido no sólo afecta el derecho de acceso a la justicia y la igualdad frente a la ley, sino las garantías declaradas por los instrumentos internacionales de derechos humanos.

Negar que la corrupción se ha extendido y creer que es asunto de unos cuantos es dar la espalda al problema y a su eventual solución. Participan en ella amplios sectores de la población, incluyendo individuos de los ámbitos político, empresarial, profesional y ciudadano. No es monopolio de partido político alguno o de clase social determinada. Lamentablemente, en nuestro entorno ha aumentado la percepción de que es más fácil tomar “vías alternas” que cumplir la ley, lo mismo para ganar votos, evadir una infracción, realizar un trámite menor u obtener contratos.

Además de soluciones legislativas y acciones gubernamentales, el combate a la corrupción requiere de mayor participación ciudadana. Se trata de romper la cadena de la corrupción, de que cada mexicano participe en una especie de revolución social de actos y ejemplos que involucre no únicamente al gobierno, sino a la sociedad en su conjunto para desterrar la corrupción y la impunidad, a fin de asegurar, entre otros beneficios, la viabilidad de nuestra democracia.

Especialista en derechos humanos y Secretario General de la Cámara de Diputados

@mfarahg

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