No hay más alto honor para un profesional del derecho que ser considerado para ocupar un asiento en el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es de suponerse que ahí sólo deberían llegar los mejores.
Cada vez que se entrega el nombramiento de ministro, de un lado se trata de elegir a quien durante 15 años interpretará en última instancia la Constitución y las leyes. Del otro también significa premiar a los mejores oficiantes de una vocación.
La discusión que tendrá lugar en el Senado en fechas próximas, a propósito de las dos ternas enviadas por el presidente Enrique Peña Nieto, habrá de considerar ambos referentes: el talento como jurisconsulto de cada aspirante y la trayectoria que le respalda.
De entre las candidaturas presentadas por el Ejecutivo, una sobresale por las malas razones; la de Alejandro Jaime Gómez Sánchez. Nadie, entre quienes compiten por llegar al máximo órgano constitucional tiene una hoja de servicio con antecedentes tan indeseables.
Es el único, por lo pronto, que ha sido exhibido por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) como un funcionario que dio la espalda a los principios fundamentales de la Constitución.
Gómez Sánchez es procurador general de justicia del Estado de México. Como fiscal de esa entidad le tocó investigar el trágico episodio de Tlatlaya, donde efectivos del Ejército han sido señalados por la ejecución de civiles.
Pero no sólo los militares merecieron observaciones graves por parte de esta Comisión. A propósito del mismo episodio han sido acusados diversos funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PGJ) por falsear declaraciones, fabricar pruebas, abuso sexual y tortura contra varios testigos mujeres.
La recomendación 51/2014 de la CNDH no deja margen para dudar: “Además de la responsabilidad atribuible a los elementos del 102 Batallón de Infantería… (se) logró acreditar responsabilidad por diversas violaciones a derechos humanos cometidas por personal adscrito a la procuraduría estatal.”
Los cargos en contra de esta dependencia no son menores. Varias personas del sexo femenino fueron torturadas física y sicológicamente para que negaran la participación de los militares en el asesinato de los civiles.
Cuando la CNDH requirió a la PGJ para que respondiera ante los señalamientos, sus funcionarios mintieron sin titubear. Negaron los hechos de maltrato y aseguraron que los testigos habían torcido la verdad por voluntad propia.
Para mayor hundimiento, el procurador Gómez Sánchez declaró ante los medios: “No se desprende indicio alguno que haga presuponer o que nos haga pensar en la posible ejecución o el posible fusilamiento de las víctimas”.
Este funcionario cometió perjurio, lo hizo descaradamente ante la prensa y sus subordinados mintieron frente a una autoridad distinta de la judicial.
Hay pruebas abundantes de que personal bajo las órdenes directas de este procurador intentó asfixiar a los testigos; amenazó de muerte y acosó a las mujeres que presenciaron la ejecución militar.
Así aparece en el texto de recomendaciones de la CNDH: a una mujer, testigo de los hechos, “la meten a un baño con tres hombres, quienes le dicen que ahí ellos hacían hasta que los muertos hablaran; en este lugar le jalan el cabello, le pegan en las costillas, y con una bolsa de una tienda como de mandado, la asfixiaron en nariz y boca.”
Es difícil suponer que el aspirante a ministro no haya estado enterado sobre el proceder del personal adscrito a su procuraduría. Por acción o por omisión fue responsable.
ZOOM: Nombrar ministro a Alejandro Gómez Sánchez arrojaría una señal infame para el resto del aparato responsable de la administración de justicia en el país. Violar la ley debe tener consecuencias independientemente de quien lo haga; no importa si se trata de un soldado, un delincuente o un hombre poderoso y próximo al poder presidencial.
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