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El miércoles 15 de febrero el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recibió en la Casa Blanca al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. En un acto inusual, los dos líderes celebraron su conferencia de prensa antes de su programada reunión, en un signo de entendimiento mutuo y confianza. El gran regalo anticipado del presidente estadounidense a su invitado estaba por llegar: “No creo que la solución de dos Estados sea el único camino para poner fin al conflicto israelí-palestino”. Con estas palabras la política estadounidense de décadas fue eliminada por Trump en un momento de intercambio de sutilezas con su huésped jubiloso.
Durante mucho tiempo Netanyahu ha trabajado en destruir cualquier posibilidad de que se materialice la solución de dos Estados. Fue cuidadoso en su discurso, pero dejó a sus aliados de la derecha israelí —fuertemente representados en su gobierno—, expresar su oposición a cualquier Estado palestino en Cisjordania y Gaza, pese a todos los esfuerzos diplomáticos dirigidos a este fin.
Los partidos religiosos y nacionalistas israelíes nunca han presentado una alternativa, pensando quizás que ninguna solución es la mejor solución, especialmente con el equilibrio de fuerzas militar y políticamente inclinado siempre a su favor para servir a una agenda extremista y expansionista.
En su enfoque simplista, el presidente Trump dijo que estará satisfecho con lo que las dos partes acuerden, ignorando todos los esfuerzos de 12 presidentes estadounidenses que le precedieron para resolver el complicado asunto en el Medio Oriente. Sugirió un marco regional en el que las naciones formen una alianza para enfrentar al terrorismo y a Irán, y para que desarrollen relaciones sólidas que les permitirían resolver el tema palestino desde afuera.
El presidente Trump no comprende el tremendo impacto de la pérdida de Palestina ni la agresiva política israelí desde entonces sobre el pueblo palestino y sobre los países vecinos en los últimos 70 años. El palestino es el núcleo de todos los problemas en la región y más allá.
El martes 21 de febrero se celebró en El Cairo una cumbre entre el presidente egipcio Abdel Fattah al-Sisi y el rey Abdullah, de Jordania. Ambos son conocidos por su alianza estratégica con Estados Unidos. “Las dos partes discutieron los movimientos futuros para romper el estancamiento en el proceso de paz en Medio Oriente. Discutieron la coordinación mutua para alcanzar una solución de dos Estados y establecer un Estado palestino basado en las fronteras del 4 de junio de 1967 con Jerusalén Oriental como capital, una constante nacional que no se puede abandonar”, según Reuters. La misma proclamación sería adoptada por la cumbre de jefes de Estado árabes que tendrá lugar en Jordania a finales de marzo.
El anuncio de Trump no es una cuestión sencilla, como él cree, ni es un logro inteligente, como Netanyahu —con sus maneras disimuladas— asume. Es una renuncia a los compromisos estratégicos e históricos de Estados Unidos, que no será aceptada en ninguna capital árabe, con todas las implicaciones que tiene este cambio en su relación con sus aliados tradicionales en el Medio Oriente.
Los palestinos renunciaron a su lucha armada en los acuerdos de Oslo de 1993, con la suposición de que tendrán su propio Estado en Cisjordania y Gaza, que representan 22% de Palestina. Después del asesinato del primer ministro Yitzhac Rabin, en 1995, los gobiernos de Likud se retiraron de las promesas de Israel hasta el punto de anunciar la muerte de los Acuerdos de Oslo la semana pasada en la Casa Blanca.
Cuando la lucha armada palestina comenzó, en 1965, el principal objetivo de su organización principal, Fatah, era lograr la creación de un Estado democrático en Palestina donde judíos, cristianos y musulmanes vivieran juntos con la igualdad de derechos para todos. Las muchas derrotas del movimiento palestino por Israel y los gobiernos árabes redujeron sus aspiraciones a un Estado palestino en una pequeña parte de Palestina. En la época de Oslo, a mediados de los años 90, la charla en Israel se refería a “después del sionismo” con los liberales en sus días de gloria. Durante ese tiempo el público israelí se deslizaba hacia la derecha y la paz se convirtió en una ilusión muy lejana con Netanyahu dominando la toma de decisiones durante casi dos décadas.
Una solución de un solo Estado podría ser ideal para resolver el viejo problema, pero muchos obstáculos prevalecen en ambos lados y la gente no estaba preparada para aceptar la idea de convivir, pero seguir a los extremistas en ambos lados es una receta para más catástrofes. Derrotar el terrorismo es ahora un gran eslogan para todos los pretendientes. Sin solución política, el extremismo volverá a florecer. Ese es el caso en Siria, Irak y, en particular, en Palestina.
Embajador de Líbano en México entre 1999 y 2011