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La Asamblea XXII generó más expectativas de las que en realidad ocurrieron. Hay, por un lado, el intento del PRI para reposicionarse frente a la ciudadanía de cara a la elección presidencial de 2018, considerando la baja imagen que mantiene, y que no ha logrado remontar el tercer sitio en las encuestas que tiene desde hace meses. De ahí las Mesas sobre Futuro o sobre Rendición de Cuentas, donde se pretende renovar el compromiso del PRI contra la corrupción. No habrá mayor éxito en ello. Al PRI los ciudadanos, quienes por él votaron en 2012, le dieron una nueva oportunidad para demostrar que los años en la oposición lo habían hecho reflexionar y adoptar una auténtica convicción de que debía cambiar esencialmente; que había contraído un auténtico compromiso con la democracia. Resultó a la inversa. Los largos años en el desierto de la oposición despertaron, en lugar de amainar, la ambición por la riqueza fácil y abundante en muchos de sus dirigentes y gobernadores, para resarcir los años perdidos (y de ahí aquello de que el “año de Hidalgo” fue sustituido por el “sexenio de Hidalgo”). El caso es que difícilmente podrá el PRI convencer a la ciudadanía de su nuevo compromiso contra la corrupción (desde que recuerdo, el PRI siempre ha tenido tal compromiso, jamás cumplido; no está en su naturaleza). Pero se entiende que deba hacer el intento.
Más interés despertaba la cuestión de los candados, pues permitiría ampliar la baraja sucesoria. Cambió el predictamen que no contemplaba el retiro de los candados, si bien Enrique Ochoa lo había adelantado verbalmente. Con ello quedó en automático incluido Jose Antonio Meade en la baraja. Lo que, de una u otra forma, amplía el margen de Peña Nieto para su decisión final. Desde luego, eso no implica que Meade sea el candidato. Podría ser simplemente un distractor, o quizá ser tomado seriamente como posibilidad, pero que la decisión final recaiga en alguien más. Muchos piensan, no sin razón, que Meade es quien quizá podría generar más confianza entre los electores no priístas, por la seriedad en su desempeño, su trayectoria profesional aparentemente limpia y justo no haber sido priísta, además de haber colaborado en un gobierno panista (lo que podría generarle incluso simpatías entre algunos panistas). Pese a lo cual, como todos los demás aspirantes, tendría que cargar con la pesada losa de la marca PRI. Y, por otro lado, no está claro que su perfil sea ampliamente consensado dentro de las filas del PRI; es decir, si bien podría gozar de una buena imagen externa, en cambio, podría generar divisiones e inconformidades al interior del partido.
Una concesión a las bases frente a las eternizadas cúpulas fue la disposición anti chapulín, que evitará que un político salte de un cargo por la vía plurinominal a otro por ese mismo camino de manera continua. Algunos afectados ya advirtieron que impugnarán la medida ante al TEPJF por afectar sus derechos políticos, lo cual no se descarta. Sería quizá una mancha en la Asamblea, de ocurrir. Pero el punto clave era y sigue siendo el método por el cual se designará al candidato presidencial. Los grupos críticos exigen una consulta amplia, prácticamente una ‘primaria’ en los términos estadounidenses, pero no una simulada como la hubo en 2000 y 2006, sino una auténtica que quite al Presidente su tradicional facultad de designar al candidato de su partido. La decisión quedó pospuesta a fines de año, cuando el Consejo Político Nacional, controlado por Los Pinos, tomará esa decisión (que será la que el Presidente tome). Es poco probable que Peña cese esa atribución histórica, y quizá acepte otro simulacro, pero cuyo resultado esté determinado de antemano. La incógnita pendiente es cómo reaccionarán los disidentes ante ello, en el momento en que se defina. ¿Aceptarán y cerrarán filas en torno a cualquier candidato que decida “el partido” (o sea Peña Nieto), o habrá fugas y huelga de brazos caídos, como también ocurrió en 2000 y sobre todo en 2006? Esa incógnita podría ser decisiva para definir si el PRI tiene o no todavía posibilidades de competir en el ’18, lo que de por sí se ve difícil.