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Mucho se ha insistido que en las elecciones locales de ayer 4 de junio, vivimos una vuelta al pasado, porque nos remontaron a fenómenos y discusiones de hace 20 años, como si las circunstancias en las que se desarrollan los comicios, hoy, no hubieran cambiado, al calor de todas las reformas electorales que se han realizado.
La centralidad que ahora cobró el tema de la compra y coacción del voto y de los delitos electorales en general, revela que todo lo que hemos avanzado en la organización de elecciones libres y justas para que el voto se cuente bien, ha sido insuficiente para modificar el comportamiento de los actores políticos, en buena medida porque han gozado de impunidad.
La gran diferencia respecto de hace dos décadas es que hoy vivimos un contexto de competencia y pluralidad que hace que unos días antes de los comicios no tuviéramos certeza sobre quiénes serían los ganadores. No obstante, en estas elecciones que son la antesala de las del 2018, volvieron a gravitar acusaciones muy recurrentes en la época del partido hegemónico, como que se fraguaba una “elección de Estado”, por la injerencia del gobierno federal en la campaña, sobre todo en el Estado de México, joya de la corona del PRI. También aparecieron denuncias de que se condicionaba la entrega de programas sociales al voto, o que se recogían credenciales de elector y que funcionarios coaccionaban a sus subordinados para asegurar su voto, o que se desviaban fondos públicos hacia las campañas (peculado electoral), o se entregaban tarjetas rosa para promover a un candidato. Otras denuncias fueron por la modificación del Registro Federal de Electores para cambiar el domicilio de un votante y llevarlo a otro distrito a emitir su voto (turismo electoral).
Hay muy poca diferencia entre el elenco de delitos electorales que hoy se denuncian ante la Fiscalía Especializada para Delitos Electorales, respecto de los que en 1994 llevaron a la creación de la Fepade, la sola diferencia es que hoy se han sumado casos y carpetas de investigación sobre desviaciones de recursos públicos estatales para campañas federales, como el caso de Javier Duarte en Veracruz. De acuerdo con los datos de Fepade, en 2017 se abrieron 706 expedientes por presuntos delitos electorales: 278 del Estado de México, 53 de Coahuila, 32 de Nayarit y 343 de Veracruz, aunque en este caso sólo 76 se refieren a las elecciones de ayuntamientos de este año; el resto corresponden al caso Duarte.
Llama la atención la cantidad de averiguaciones previas abiertas respecto de las elecciones 2017, el problema es que muy pocas derivan en una consignación y menos aún en una sanción penal. Los casos paradigmáticos en el 2003, del Pemexgate y Amigos de Fox que derivaron en multas de mil millones y 250 millones al PRI y al PAN/PVEM respectivamente, fueron producto de una investigación del IFE, es decir, se realizaron en sede administrativa. Aunque en el caso del Pemexgate, la PGR, ya en manos del gobierno de alternancia, proporcionó al IFE su carpeta de investigación, facilitando así el trabajo de fiscalización, quedó pendiente la investigación por el posible delito penal, es decir, la Fepade dejó inconcluso su trabajo.
Quizás es cierto que la Fiscalía Especial para Delitos Electorales no tiene ni los recursos financieros, ni los profesionales suficientes para ir más allá de armar las averiguaciones previas de las denuncias que recibe, sin embargo, a más de 20 años de vida, no hay investigaciones que honren la existencia de dicha Fiscalía, si a resultados nos remitimos. Por más averiguaciones previas que se abran, si no terminan en consignaciones y sanciones claras, capaces de inhibir efectivamente la comisión de delitos electorales, la impunidad seguirá rondando, dejando libres a delincuentes electorales y minando la credibilidad de nuestra democracia.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com