La explosión masiva de impunidad que hemos vivido en los últimos días ha evidenciado la orfandad pública en la que vivimos. Es una verdad de Perogrullo afirmar que la principal función de un Estado es ofrecer protección y seguridad a la población; es cobijarla bajo el manto de la ley y de la acción de las instituciones públicas para asegurar que pueda desarrollar libremente sus actividades y ejercer sus derechos.
Sin esta garantía, los ciudadanos quedamos abandonados a nuestra propia suerte, expuestos a echar mano de los medios privados a nuestro alcance, a refugiarnos en el esquema de “defiéndase quien pueda”. Una sociedad en la orfandad pública opta por aislarse, por recogerse en los espacios individuales y familiares, cayendo en el escepticismo frente a las potencialidades de la acción colectiva. La orfandad desmoviliza, desalienta, e incluso, deprime.
No son nuevos los crímenes recientes como el asesinato de Javier Valdez y el secuestro del periodista michoacano, ni los delitos por la ordeña de ductos de Pemex que provocaron un enfrentamiento entre los pobladores de Palmarito, Puebla, y las fuerzas de seguridad, o las extorsiones por derecho de piso en la Central de Abastos de la Ciudad de México; han estado ahí desde hace más de tres lustros. El problema que hoy nos estalla en la cara es la claridad de que estos crímenes no se persiguen, ni se sancionan, dejando en estado de indefensión a los ciudadanos. ¿Qué explica que la impunidad se presente ahora de forma incontenible?
Al igual que detrás de todos nuestros problemas sociales, hay varias razones por las que los ciudadanos somos rehenes de la criminalidad y propongo cuatro: 1) la falta de capacidades operativas de las fuerzas del orden, 2) la complicidad de las autoridades con los delincuentes en los distintos niveles de gobierno, 3) la expansión de los abusos de quienes violan la ley y 4) la ausencia de mecanismos de articulación entre la sociedad y el Estado. La combinación de estas deficiencias nos ha dejado en la orfandad pública con una ciudadanía impotente que se ha refugiado en la apatía.
La impunidad se reveló flagrantemente con el asesinato de Javier Valdez que nos hizo conscientes de las cifras, pues como se ha insistido, de 2000 a la fecha se han registrado 119 homicidios a periodistas, pero sólo hay 3 sentencias condenatorias. Se abren sendas carpetas de investigación, pero éstas no finalizan y menos se atrapa a los culpables. La inutilidad de las cámaras de vigilancia en las ciudades de Sinaloa por falta de mantenimiento (el fiscal de Culiacán reportó que de 141 cámaras en la ciudad, sólo 9 funcionaban) es otra evidencia de una autoridad rebasada.
La ordeña a los ductos de Pemex es el ejemplo paradigmático de la red de complicidades que hay detrás del negocio ilegal que ha convertido a la población vulnerable en su aliado estratégico. La manera como el crimen organizado teje un manto de protección sobre sus actividades ilícitas no es sólo comprando autoridades, sino volviendo cómplice a una población azolada por la desigualdad y la falta de oportunidades de empleo. Las cifras de cómo los campesinos reciben 10 mil pesos por dejar que los huachicoleros circulen por sus terrenos, o de cómo menores que sirven de “halcones” reciben pagos tres veces más altos que los salarios de sus padres dan cuenta de cómo el crimen organizado se ha infiltrado en el tejido social.
De cara a la orfandad pública que provoca la impunidad sólo hay dos salidas posibles: refugiarse en la soledad del espacio privado, o construir nuevos asideros que activen canales de colaboración entre sociedad y Estado para diseñar mecanismos eficaces para frenar el delito. Si no se castiga a quienes resultan culpables, será imposible resanar la confianza ciudadana en la acción del Estado.
Académica de la UNAM.
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