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Nicaragua, la nación que soportó durante 42 años una de las dictaduras más sangrientas de la región como fue la de Anastasio Somoza, tuvo en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y en la figura de Daniel Ortega, la posibilidad de liberar al pueblo de años de terror e iniciar la construcción de una verdadera democracia.
Sin embargo, pareciera que hoy todos esos logros, sueños e ilusiones que despertó la revolución sandinista se han ido perdiendo ante el autoritarismo y el deseo de mantenerse en el poder, de parte de los mismos actores políticos que lucharon por un crear un camino diferente.
El próximo 6 de noviembre los nicaragüenses tendrán que elegir un presidente, un vicepresidente, 90 diputados ante la Asamblea Nacional y 20 representantes ante el Parlamento Centroamericano, en un escenario político convulsionado por el hecho de que Daniel Ortega, busca su cuarto mandato y tercero consecutivo, con lo cual podría llegar a un total de 20 años en el poder.
Para la oposición y muchos sectores políticos nacionales e internacionales, lo que está ocurriendo en el país centroamericano es que el sandinismo ha sido privatizado por los intereses personales y familiares de Ortega, demostrado por el hecho de la candidatura de su esposa a un puesto de sucesión directa como es la vicepresidencia y el rol protagonista que tienen su hermano e hijos en la política nacional.
En unas elecciones con una oposición debilitada y dividida, con representación de 16 partidos políticos —organizados en dos alianzas electorales; la alianza del FSLN y la alianza del Partido Liberal Independiente, además de cuatro partidos nacionales y uno regional—, con una coalición opositora que decidió retirarse de los comicios después de verse afectada por una serie de fallos judiciales que le retiraron el poder de su principal partido y despojaron de sus escaños a 28 diputados en el parlamento, el panorama no es el mejor.
Si a ello se suma la descalificación y querer evitar a los observadores electorales internacionales, no sólo se ha dado marcha atrás a un proceso de construcción democrática, sino que además pone en tela de juicio la legitimidad de las próximas elecciones.
Tales circunstancias han ocasionado la reacción internacional que, en el caso estadounidense, ya ha promovido en el Senado un proyecto de ley conocido como “Nica Act”, que condicionaría los préstamos de organismos financieros internacionales a Nicaragua, como sanción a la falta de transparencia electoral.
Por eso, con la intención de recuperar credibilidad fuera de su país, Daniel Ortega invitó a una delegación de la OEA a presenciar los comicios, aunque ello no debe equipararse a una misión de observación electoral, pues el sentido es más bien reunirse con organizaciones invitadas al proceso electoral.
Si bien es cierto que Ortega cuenta con un importante apoyo popular y las estadísticas lo dan como virtual ganador en las próximas elecciones, tiene un difícil panorama ante sí. Aunque la “Nica Act” todavía no ha sido aprobada, si ocurriera existe la posibilidad de que pudiese tener graves consecuencias para la economía nacional; a ello se suma la crisis que presenta Venezuela, que brinda un apoyo petrolero importante a su economía. Tampoco se puede desestimar el cambio del escenario político internacional en la región que era favorable a la izquierda.
Con las próximas elecciones en Nicaragua lo que está en juego no es tanto el poder de Ortega y el sandinismo, sino la democracia misma, la posibilidad de que los pueblos puedan contar con opciones reales de pluralismo político, que permitan escoger lo que más les conviene, pero sobretodo, que se puedan erradicar de Latinoamérica los totalitarismos y regímenes autoritarios que independientemente de si son de derecha o de izquierda terminan por afectar a las poblaciones más vulnerables.
Investigador CIALC-UNAM