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Se discute la negativa, común tras la Ilustración, a aceptar que no todos los muertos son ni pueden ser iguales para todos los seres humanos. Es obvio que perder una madre no es lo mismo que enterarse del asesinato de inocentes en Beirut o París. Lo primero es una pérdida personal e intransferible; lo segundo puede suscitar indignación y hasta solidaridades militantes contra quienes, dolosos o indiferentes, cometieron el crimen. Apenas algunos iluminados asumen a todos los muertos como propios. Hay quien cree que la culpa por el destino infausto de la humanidad es colectiva; otros descreen de esa versión del pecado universal. Apuestan por la responsabilidad individual y su ética.
Cada familia, clan, nación o civilización tiene sus muertos, por razones sanguíneas, políticas y religiosas. Estoy entre quienes creen que la religión es responsable de la mayoría de las crímenes ocurridos tras la querella, si la hubo, entre Caín y Abel. Pero también soy escéptico ante quienes predican con denuedo el ateísmo. La religión, como la guerra, me temo, son partes sustanciales de la condición humana y lo que tenemos de civilizados se debe a que la Ilustración nos convenció, relativamente, de la universalidad de los derechos humanos. Ese convencimiento, único en la historia, es el que nos escandaliza cuando se corrobora que no todos los muertos significan lo mismo para todos. El terrorismo ofende tanto porque nunca antes en la historia de la humanidad habían gozado de tan buena prensa los derechos humanos. Antes, crímenes de todas las dimensiones ocurrían sin que lo supiésemos, hundidos en la ignorancia previa a la veloz comunicación masiva. Peor aún: sólo para unos pocos individuos aquellos hechos eran una ofensa íntima que invitaba a la acción.
La civilización a la que yo pertenezco y sin duda, no pocos de mis lectores también, tiene sus capitales en Nueva York, París o Londres. Quienes perdieron o libraron la última guerra mundial se han ido dando de alta en esa honrosa lista: Madrid, Berlín, Tokio… Ciudades magníficas que, con sus injusticias y sus miserias, dejarán inmensos testimonios de belleza y sabiduría, alegría y compasión, cuando a la humanidad le toque desaparecer. Pero como hicieron volar la Palmira helenística hace unos meses, los terroristas islámicos alucinan con borrarnos de la faz de la tierra e imponer al verdugo y al violador como príncipes de este mundo.
Nuestro dolor es semejante al que sufrirían los musulmanes de ver tocadas con el pétalo de una rosa a La Meca y a Medina, o al que no pocos de ellos padecen al compartir Jerusalén con los infieles, con cuyo exterminio sueñan, aunque si del derecho de suelo tan invocado se trata, el Islam es muy posterior a la Sinagoga de la que se escindieron los cristianos. Sólo algunos millones de musulmanes conviven pacíficamente con quienes no profesan su fe, lo cual no es poca cosa, pero es difícil que nos ayuden porque ellos, antes que nosotros, están en la mira de los terroristas islámicos.
La reacción ante los atentados terroristas de París del 13 de noviembre ha seguido el mismo guión de la posterior a aquel 11 de septiembre neoyorquino: tras el dolor y la indignación, la culpa. “Occidente”, se interrogan los occidentales, “es culpable y paga sus crímenes”. Autoescarnio propio de quienes viven en libertad pues sólo nuestra civilización admite y estimula la crítica, inclusive la más radical, contra sí misma, honra filosóficamente a la duda sistemática, y tolera la deslealtad pública ante sus propios valores. Es cierto que la situación actual en Medio Oriente es la consecuencia directa de la desastrosa aventura neoconservadora de Bush II en Irak en 2002. Me gustaría que la justicia universal lo juzgará a él y a sus irresponsables ideólogos. Pero aquella necia invasión no justifica la guerra de religión entre los musulmanes chiítas y sunitas entonces desatada y que está hoy en el corazón del conflicto. Un nacionalista pensaría que tras verse agredidos por Estados Unidos, los árabes de todas las confesiones y sus enemigos persas, anteponiendo sus diferencias, se habrían unido contra el agresor. Imposible. Aquellos reyezuelos con sus califatos petroleros y sus satrapías seminucleares no conocen el patriotismo, una invención de la Revolución francesa.
¿Hollande y su coalición repetirán el libreto de Bush II? Puede ser. Pero la igualdad de todos los seres humanos en vida y ante la muerte es una abstracción ética de imposible aplicación actual porque la rechaza, sin piedad, una minoría fanática, a la vez medieval y postmoderna. Para esos sectarios no tenemos lugar sobre la tierra. Mientras tanto, Angela Merkel asume el riesgo de presidir una sociedad abierta y recibe miles de refugiados musulmanes sin ignorar que entre los desesperados entrarán algunos lobos con piel de oveja.