Mario Praz, el crítico y anticuario italiano, dijo que había poetas de la Antigua Ley cuya visión del mundo era más retórica que literaria, lo cual dificulta mucho su comprensión para los modernos. Enorme y uno de los últimos en el linaje, digámoslo así, de Abraham, fue John Milton (1608–1674), bardo que todavía hace dos siglos todo aspirante a poeta debía conocerse de memoria. Y no sólo entre los anglosajones: Chateaubriand tradujo entero El paraíso perdido (1667), su obra cumbre. Milton y Dante traían colgada del cuello las únicas llaves sobrantes del Olimpo. Por ello era obligatorio para Lord Byron, John Keats y P.B. Shelley, románticos insulares de la primera hora, situarse, como diríamos ahora, frente al gigante miltoniano, el mismo cuya grotesca imitación aturdiría después a los poetas mexicanos decimonónicos, que encontraban en el demonio de Milton a una especie de Godzilla.

Versos escritos en agua. La influencia de Paradise Lost en Byron, Keats y Shelley (UNAM, 2015), de Mario Murgia, tiene un valor significativo porque demuestra que la academia puede facilitar la escritura de libros rigurosos, pensados detalladamente, redactados con donaire y abiertos a las corrientes actuales de la crítica sin rendirse servilmente a sus dogmas y doctrinas. Supongo –poco sé del doctor Murgia quien ejerce en la Facultad de Filosofía y Letras– que su libro fue, en un principio, una tesis universitaria. De ser cierta mi sospecha estamos ante un profesor que supo cómo hacer de una monografía un buen libro de crítica literaria, lo cual sucede escasamente, pues como ha dicho tantas veces Gabriel Zaid, son legión entre nuestros académicos quienes leen mal o de plano no leen y son autores de legajos no sólo horripilantes sino horrísonos, todo ello debido a un sistema meritocrático que obliga a escribir artículos a raudales a quienes deberían dedicarse a otra cosa. Por ello hay tanto plagio en esos rumbos. Así como el celibato eclesiástico tienta a los curas a su violación, las reglas del SNI –no muy distintas a las de sus similares en otros países de donde ese sistema fue importado– colocan, desesperados, a individuos de escasa entraña moral en la aventurera vida del plagiario.

Recuerdo que en los tiempos de Vuelta, a nuestros colaboradores universitarios –de alto nivel todos ellos– sus ensayos no les contaban en el puntaje del SNI por no estar “acreditada” por la academia la revista del único Premio Nobel de Literatura que ha tenido México. Pero no estoy en contra de la crítica académica. ¿Cómo podía estarlo quien se educó, en relativa soledad, leyendo a Curtius, a Muschg, a la Escuela de Ginebra, a Steiner y a Bloom? Les exijo esa excelencia que sus burocracias pregonan y cuyas fatigosas tesis o meros rollos suelen desmentir.

Regreso al libro de Murgia, al cual, acaso, le faltó, en ciertos pasajes, dejar salir al ensayista enjaulado en la academia, con alguna página graciosa pues bien leído, ahora, el solemne Milton también da risa. Será de grata lectura para los aficionados a la poesía inglesa por numerosas y buenas razones, pero el espacio me obliga a la pareja temática –la creo central– de Versos escritos en agua: el canon y la influencia. Uno atormenta a los críticos y otra a los poetas.

Empiezo con algo de microhistoria: hasta la publicación y traducción de El canon occidental (1994), de Bloom, la palabra, no el concepto, era de uso infrecuente, al menos en el español literario. A los franceses o a Steiner, que lo traen –al canon– en el alma les parecía redundante la batalla de Bloom pero se equivocaron al subestimarlo. Tiene muchos defectos el vademécum bloomiano pero le puso un alto a la Escuela del Resentimiento que desde entonces calcula con mayor prudencia su propósito de dinamitar el valor estético de la experiencia literaria para substituirla como una carta de los deberes multiculturales y las prohibiciones identitarias. Nos recuerda Murgia que por canon se entendía antiguamente una vara para medir o una lista de elegidos. La primera se atenía a los normas de los valores estéticos y la segunda preconizaba, literalmente, la escalera al cielo católico.

¿Cómo leyeron el canon de Milton aquellos románticos ingleses? Las respuestas de Murgia son variadas y denotan un conocimiento profundo de todos ellos y de la biblografía tan vasta que los aborda. (Por cierto: varios de los críticos citados por Murgia me causan ojeriza ideológica pero gracias a él deberé releerlos con humildad). Keats, el menos miltoniano de su familia, fracasó al homologar su Hyperion con El paraíso perdido.

Fracaso que significó para el infortunado joven muerto en Roma, una liberación, el sacudirse una influencia, su angustia, diría Bloom. A un ateo como Shelley, leemos en Versos escritos en el agua, debió repugnarle el teocéntrico clásico pero leyó a Milton como moderno antes que como antiguo, presentándonos a ese republicano casi ácrata del cual han sacado provecho los críticos marxistas.

Y finalmente, el más miltoniano de los poetas ingleses fallecidos hacia 1820 en Italia y Grecia, fue Lord Byron quien, para decirlo con frivolidad, cambió el signo de la operación ideológica: el demonio de Milton dejó de ser un restaurador de la fe antigua para convertirse en el moderno ángel rebelde por caído y caído por rebelde. Decía Villiers d’Isle Adam, en sus Cuentos crueles de 1883, que Milton es el mejor remedio contra aquellos poetas que escriben con las pantuflas puestas. A hacer esa ruta escabrosa al paraíso perdido, nos puede ayudar, en México, Mario Murgia.

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