El 1001 es, quizás, el número capicúa más famoso de la literatura. Los relatos de Las mil y una noches han alimentado la imaginación febril de cientos de escritores. Su lector más entusiasta entre los hablantes de nuestra lengua fue Jorge Luis Borges, cuyo fervor se remontaba también a esa cifra circular y emblemática.

La fuerza disruptiva del 1001, que transforma un millar en un inquietante retorno, provocó que la cantidad ingresara en el mercado como ardid propagandístico de una sugestiva colección de libros surgida en Estados Unidos, misma que pretende consignar 1001 “cosas” que las personas deberíamos hacer o conocer antes de morir.

Esta línea editorial fue concebida como en su momento lo fueron los almanaques mundiales, con el afán de dar a conocer datos medianamente especializados desde la perspectiva de la divulgación. Su enfoque abarca curiosidades concernientes a diferentes temas: historia, gastronomía, literatura, música, deporte, pintura, arquitectura, turismo, y un “infinito” etcétera.

Sus editores advirtieron que, si bien Internet ha facilitado el tránsito indiscriminado de información, los libros apelan a criterios objetivos de discernimiento en cuanto al porqué de esas mil y un elecciones que los integran, además, su formato remite a la nostalgia por el texto impreso en la era de los dispositivos electrónicos.

En un arrebato de curiosidad, decidí suscribirme a esta vertiente de la enciclopedia que llegó México hace poco más de una década. Títulos como 1001 días que cambiaron al mundo, 1001 batallas que cambiaron el curso de la historia y 1001 libros que hay que leer antes de morir —de este último rubro se derivaron dos vertientes más, la de la literatura infantil y la de los cómics— fueron un buen aliciente cuando hice mis pininos en la investigación, pues hasta el dato en apariencia más irrelevante puede arrojar luz sobre el conjunto.

Sin embargo, pronto llegaron a mis manos obras que no sólo escapaban a mis intereses, sino cuyas encomiendas sobrepasaban por completo el lapso de una vida. Quiero decir, podemos tener acceso a más de mil canciones o discos e incluso la paciencia de escucharlos, pero creo que para el grueso de la población sería particularmente difícil visitar los 1001 hoyos de golf que hay que jugar antes de morir, pues ello significaría, que además de conocerlo y practicarlo, se goza de una tremenda salud económica para emprender semejante travesía.

En el ámbito gastronómico también se impone la mortandad como móvil de la degustación: platillos, vinos, cervezas, e incluso restaurantes que ofrecen experiencias que, según los expertos, modificarían la concepción que las personas comunes y corrientes tenemos de los alimentos. Este rubro, al igual que el del golf, está subordinado al poder adquisitivo de quienes intenten cumplir el desafío.

Pienso que, como seres conscientes de nuestra finitud, buscamos actividades a las cuales dirigir nuestra atención con la esperanza de que nuestro paso por el mundo se enriquezca. Nos esforzamos en explorar nuestra humanidad desde distintos puntos de vista hasta nutrir nuestra necesidad de orientación y de sentido.

Mucho se ha escrito sobre la decadencia de occidente, ese proyecto humanístico y civilizatorio que, según sus críticos, ha caído en el marasmo y la frivolidad. Es cierto que no todas nuestras metas están encaminadas al encumbramiento de la virtud, pero es por ello mismo que podemos ser heterogéneos. Quizá quebrantar el destino trágico de nuestra especie consista en atrevernos a experimentar mil y un cosas, o acaso en educarnos en la contemplación de la realidad, que unas veces nos decepciona y otras nos entusiasma.

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