“Interrogarse sobre el futuro forma parte de la vida”, responde Eric Hobsbawm a la pregunta sobre las posibilidades de predicción que, en su carácter de disciplina compleja y polivalente, ofrece la Historia. Si la interrogación es el punto de partida, la posibilidad de tal indagación dependerá de la capacidad que tenga el historiador de entender las relaciones invisibles entre lo ya ocurrido y lo que ocurrirá, así como la relevancia de los acontecimientos específicos que podrían modificar el panorama en su conjunto.

Obcecado marxista, Hobsbawm advierte que la noción de cambio es fundamental para la lectura de una época, aunque el verdadero desafío consiste en atisbar las fechas que demarquen su inicio o declive. Lo mismo ocurre con las definiciones, antes de sistematizarlas, habría que entender que su naturaleza es mutable y que en esas modificaciones —sutiles o no— radica buena parte de la relación que un sujeto puede establecer con “su tiempo”.

En una de las entrevistas más extensas que concedió, y que tuvo como contenido sus opiniones y pronósticos sobre el siglo XXI, Hobsbawm confesó que una de las primeras dificultades que la nueva centuria le planteaba era la de explicar las propiedades de la guerra, en cuyo germen ya no se encontraban solamente las disputas entre países, sino también la marcha de los ejércitos extranjeros atravesando fronteras estatales con la encomienda de “resolver” conflictos internos.

Desde que la conversación tuvo lugar en 1999, hemos asistido a la exacerbación del intervencionismo. Sin embargo, no todos los signos del porvenir entrañan novedad pues, según su opinión, “la alta tecnología resucita la distinción —desaparecida en el siglo XX, cuando las guerras se cebaron cada vez más sobre la población civil— entre combatientes y no combatientes”. Esta separación, huelga decirlo, no se ejerce cuando la guerra ocurre entre los particulares y el Estado, como la que actualmente se libra en México entre los cárteles y el Ejército.

Otros de los aspectos en que Hobsbawm insiste con puntilloso celo son su escepticismo sobre las buenas intenciones en materia política y la complejidad de identidades nacionales, ya que considera que a partir de la constitución del estado-nación como una entidad soberana no ha habido un sólo proceso democrático que reintegre en un país a otro que anteriormente lograra su independencia. Un ejemplo reciente de esta particularidad, con sus respectivas características, fue el Brexit, que marcó un hito en el itinerario de las comunidades internacionales.

Hobsbawm desconfía del fenómeno de la globalización, puesto que lo concibe como un proceso no aplicable a la política: “Podemos tener una economía globalizada, podemos aspirar a una cultura globalizada, tenemos ciertamente una tecnología globalizada y una sola ciencia global, pero (…) políticamente hablando el mundo sigue siendo pluralista”. La auténtica premisa de un mundo global no sería la unificación del mercado, sino la abolición técnica de las distancias y del tiempo.

Las convulsiones históricas que tuvieron lugar en el siglo XX, estudiado por Hobsbawm como un periodo corto que comenzó con la Gran Guerra y concluyó con el colapso de la Unión Soviética, difuminaron las distinciones sustanciales entre las ideologías hegemónicas de izquierda y de derecha, quedando éstas reducidas a las de gobierno y oposición, debido a la alternancia de sus intereses: “La diferencia tradicional entre la derecha y la izquierda, una partido del orden y de la permanencia, otra partido del cambio y del progreso, ya no se pueden utilizar conceptualmente”. En México ocurre, por ejemplo, que el ecologismo —una de las perspectivas que marcó la agenda de los partidos de izquierda desde la década de los 50— ha sido bandera de una organización política facciosa, frívola y corrupta.

Ya en el ámbito confesional y pese a lo certero de sus observaciones, el sesudo historiador inglés reconoce que nunca desistió de su militancia comunista, y dejó como testamento una manifestación de probidad: “Espero que ese compromiso no haya coartado mi libertad intelectual. Aunque debo reconocer que todo compromiso auténtico, fuerte, sea político o religioso, tiende a imponer no diré obligaciones, pero sí una preferencia, un prejuicio favorable a la causa”.

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