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Fuimos a ver la protesta que marcharía de Union Square al rascacielos en la que vive el presidente electo de los Estados Unidos, en la quinta y la 57, pero llegamos tarde. Somos mexicanos, después de todo: pensamos que el tiempo es una sustancia flexible que nos sirve y no un amo al cual sirvamos. Es un gesto de rebelión casi adolescente: llegar tarde, resistir a la máquina y el hierro de la ciudad que nos hospeda.
Saliendo del metro vimos la cola de la protesta, escuchamos las consignas —nunca tan divertidas como en México—. Decidimos seguirla a nuestro propio paso en parte porque la vida y la ciudad son demasiado preciosas como para apurarlas, pero sobre todo porque somos un familia respetuosa de la ley: somos residentes permanentes, no tenemos derechos políticos. Atendemos a ese tipo de eventos —las marchas carnavalescas de Occupy Wall Street hace unos años, las más tumultuosas y encabronadas de Black Lives Matter más recientemente— como turistas: desde los márgenes. Íbamos con nuestra hija de seis años, que durante las campañas fue una ferviente y feroz activista a favor de Hilary Clinton —aún en los primeros meses, en que todos los demás en casa nos decantábamos ruidosamente por Bernie Sanders.
Llegamos a Nueva York hace seis años y nunca nos hemos sentido fuera de lugar, aún si llegamos idiosincráticamente tarde a todo y sólo rozamos los márgenes de los rituales políticos. Nunca nos hemos sentido aislados, ninguno de nuestros hijos ha sufrido nunca un episodio de bullying por ser mexicanos; el mundo editorial, los intelectuales y los lectores han sido extraordinariamente generosos con nuestro trabajo y nosotros hemos participado de manera entusiasta en los debates de la ciudad. Nueva York tiene eso: veníamos sólo por los 10 meses que duraba una beca y nos fuimos quedando porque siempre había nuevos proyectos y oportunidades. Es como era el Distrito Federal de nuestros padres: la gente llega y no se va.
Entonces Donald Trump empezó su campaña con un discurso incendiario en el que decía que los mexicanos son violadores y traficantes, que iba a construir un muro. La primera vez que lo vimos en televisión preguntándole a una masa enardecida quién iba a pagar el muro y la gente respondiendo en un solo grito “México”, sentimos que presenciábamos una pesadilla venida de otro siglo y otro continente. Ahora es el presidente de los Estados Unidos.
La protesta que íbamos siguiendo dos días después de que ganara las elecciones fue organizada por la gente de nuestra ciudad, en parte para defender los derechos de los mexicanos desprotegidos, pero íbamos tan divertidos, tan concentrados en nuestra propia conversación, que se nos adelantaba cada vez más. Deberíamos ir más rápido, dijo la niña. Tranquila, le dijo mi mujer, ahorita los alcanzamos, oye las consignas.
La niña va a una escuela ultra progre, su hermano mayor es miembro del culto a Sanders, vive en un mundo en el que todos somos feministas rabiosos. Estaba emocionalmente involucrada con las elecciones. Por semanas llevó puesto en su abrigo un botón en el que se leía, con tipografía de colores “¡Presidenta!” —en español. Lo seguía usando aún cuando entendió que ser mexicano se estaba convirtiendo en un asunto problemático: dos o tres semanas antes de las elecciones dijo de sopetón durante la cena que tal vez deberíamos de dejar de hablar en español cuando estuviéramos en la calle.
Amigos nuestros, escritores extranjeros —una pareja de alemanes, otra de hindús— están planeando dejar Estados Unidos cuando termine el ciclo escolar. La mañana posterior a la victoria de Trump, la nena me preguntó, apenas despertándose, si su candidata había ganado. Le dije las noticias y se quebró: lloró durante el desayuno, mientras se bañaba, mientras se vestía y mientras se lavaba los dientes. Lloró mientras su mamá trataba de domarle la greña y mientras se ataba los tenis. Ya en la puerta volvió a agarrar su botón de “¡Presidenta!” y se lo puso con la cara de obstinación que pone cuando le dice a sus hermanos que quiere jugar tal juego que sabe que ellos no quieren, pero van a terminar jugando.
Me pregunto si vamos a ser tan valientes como ella. ¿Nos vamos a quedar? Mientras avanzábamos tras la marcha íbamos tan contentos que de pronto nos descubrimos rodeados de coches, sin idea de hacia dónde seguir. No se escuchaban las consignas. Estábamos solos, completamente solos. Ya no había ni patrullas. Qué metáfora, dijo mi esposa. Todavía no sabemos si nos vamos a regresar, pero los escritores tienen un instrumento que a veces puede ser magnífico: una voz. Y una voz es un lugar deliciosamente firme para ponerse de pie. A lo mejor es ahora cuando este oficio tan raro que tenemos mi mujer y yo finalmente sirve para algo. A lo mejor es la hora de arremangarse y está bien.