Vimos la mera punta del Levante Español: Málaga, la nariz de Europa. Lo que sigue más allá es la costa Atlántica: tierras de gente discreta que habla lenguas quedas, ahorra, hace quesos y se aprieta los lentes para ver mejor en el nublado. Íbamos a lo otro: al sol salvaje, a las marcas de las guerras navales en que se inventó el mundo y los puertos cartagineses y romanos; a las perlas de ese amasijo de ciudades sin concierto que fue el mundo de los normandos y los puertos a través de los cuáles los árabes civilizaron Europa, la ruta del reino insólito de Aragón —una nacionalidad flagrantemente múltiple que no fue y hubiera estado muy bien que hubiera sido. Hay que probar el modelo de Aragón, olvidar el de Castilla: abrirse, ser muchos, multilingües y mulatos. Todo lo demás es el trumpismo.
Los amigos europeos se morían de risa con nuestro proyecto, incluso después de pensarlo: manejar toda la costa del Levante español, todo el Golfo de León y toda la Costa Azul. Bordear el Mar de Liguria y todo el Tirreno. Llegar a Sicilia, ver la costa Jónica, oler Túnez, llegar a la otra punta de esa Europa en Palermo. En términos de bibliotecario: empezar en el Mar Menor con la Orihuela de Miguel Hernández respirándonos en la nuca y terminar en las bahías alucinantes de la reserva siciliana del Zíngaro, donde Ulises encalló tras su último naufragio, fue rescatado por Nausica y después de llorar como un niño tras escuchar un poema sobre el caballo de Troya contó la historia de cómo había llegado a la ciudad micena que estaba donde hoy queda el pueblo de Scopello: La Odisea.
Todo nos parecía de lo más lógico, pero ante la insistencia en la pregunta sobre por qué manejar 3 mil kilómetros cuando hay aviones, encontramos dos respuestas, que eran la misma: si superpones los mapas de México y Europa, acomodas Tijuana sobre Málaga y doblas la frontera, Matamoros cae en Palermo —no es tanto. Además somos mexicanos y vivimos en Estados Unidos: no queríamos saber, por un periodo, de esa catástrofe llamada Enrique Peña Nieto y no queríamos ver a Trump, no queríamos saber de él, escuchar su vocecita de institutriz porfiada.
Vimos cosas que hay que ver. Lo que uno ve cuando pasa, pero también, por ejemplo, una fonda en una villa olvidada de Tarifa —dos calles y una gasolinera—, en la que siempre hay una mesa reservada para José Tomás. Preguntamos si podíamos comer en ella y nos dijeron que teníamos que esperar a las tres, porque el matador a veces sí llegaba. Era poco probable: cuando salimos a fumar al patio nos pareció que hacía un calor excepcional, así que vimos el termómetro: marcaba 47 grados. Vimos la costa Valenciana destruida por la ambición de los desarrolladores de bienes raíces. Ya nadie se acuerda, pero la crisis de 2008 no empezó en Wall Street, sino ahí: fueron los levantinos los primeros que ya no pudieron pagar las casas que habían comprado, y que además eran una mierda: resultó que valían menos que su deuda. Vimos que Barcelona ya está en pie y va de nuevo a todo trapo y vimos que donde estuvo el legendario campo de concentración de Argelès-sur-Mer ahora hay el desarrollo turístico más repugnante del mundo, que deshonra la memoria de la prisión con más intelectuales per cápita en la historia moderna de Europa —y América Latina: la mayoría acabaron aquí.
Vimos Marsella: pujante, poderosa, multirracial a morir, repleta de vida. El verano anterior habíamos pasado un periodo largo en la Borgoña, blanca y rancia, y nos había parecido que Francia no tenía ningún futuro, con sus miembros de la Academia chocheando y su culto al subsidio y los fines de semana de tres días constitucionalmente ganados. Para comprar una barra de pan hay que estar en la boulagerie de martes de viernes y entre las nueve y diez y las once catorce: la vida como una ventanilla de la UNAM. Marsella es industriosa, desaseada, nueva a pesar de ser más vieja que todo lo demás. Caminando por el barrio de Le Panier queda clarísimo que si Europa quiere un futuro, va a tener que renunciar a la idea de que pase por una identidad racial y religiosa monolítica: celebrar la migración o morir.
Vimos a sus gemelas: Génova y Nápoles. El caos como potencia vital. Vimos las minas de Carrara, que siguen dando a pesar de que los maestros marmoleros se han terminado tantas montañas que los tajos actuales ya quedan lejos de la costa. Cruzamos el divino Lazio —todavía los valles más armónicos del mundo— y clavamos una lanza de Copertone en Civitavechia: sin ese puerto no existiría la jus solio —el mundo sería todavía peor de lo que es—y todos los que platican entre México y Argentina hablarían una variante de la lengua que hayan hablado los cartagineses. Vimos Regio Calabria, donde todavía no hay nada y cruzamos en barco por el estrecho de Mesina a la isla más vieja del mundo, la isla que fue el centro del mundo y que quién sabe por qué no es su propio país.
Vimos que en Sicilia no hay wi-fi a menos que te empeñes mucho, que en los restoranes —de esquina o de catego— el cocinero sirve lo que pescó su cuñado y que Palermo es la más vieja de las ciudades latinoamericanas: las normas de tránsito son una sugerencia, hay vienevienes, sólo prolifera lo que arruina y, sin embargo, funciona y es mejor que sus variantes germánicas y puritanas. Es la prima de Buenos Aires que sí sabe cocinar, la hermana sincera de La Habana, la abuela entregada de Río y la tía guapa de la ciudad de México. Vimos que en Sicilia la hora normal para salir por un helado con los niños es la media noche: el paraíso.