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Como toda libre manifestación, las protestas en contra del aumento en los precios de las gasolinas deben ser respetadas. Ese derecho no está a discusión. Pero las actuales circunstancias no deben dar margen a la ingenuidad.
A la sombra de reclamos ciudadanos legítimos y espontáneos puede vislumbrarse la incubación de movimientos que sólo aspiran a capitalizar la inconformidad social para sus propios fines.
De una naturaleza es la protesta frente a lo que se considera un agravio y de otra distinta el eventual aprovechamiento de algunos grupos para llevar los acontecimientos al terreno de la inestabilidad.
Es probable que los ciudadanos inconformes encuentren en el aumento de los precios de los combustibles una válvula de salida a su hartazgo frente la violencia, la corrupción y la impunidad, pero difícilmente esto los conduciría a cometer ilícitos que para ser ejecutados requieren de cierta dosis de talante delictivo.
¿Quiénes lanzan convocatorias para saquear establecimientos comerciales? ¿Quiénes encabezan el vandalismo? ¿Quién conduce un enorme camión refresquero y lo estrella en la cortina metálica de una tienda de autoservicio? ¿Quién lleva todas las herramientas que se requieren para romper candados y seguros? ¿Por qué supuestos pobladores que sólo protestan van encapuchados, y en algunos casos armados con palos y machetes? ¿Se trata de ciudadanos inconformes, de delincuentes consumados o de desestabilizadores profesionales?
El crimen organizado, por su parte, aprovecha a su manera. En Hidalgo, Tamaulipas, sus integrantes visitaron los negocios de la cabecera municipal para decirles a los empleados que debían cerrar “porque los queremos el jueves 5 en el ejido El Tomaseño, frente a la gasolinera que está en la carretera, para protestar contra el gasolinazo. Cuidadito alguien no vaya”. Así se fraguó al menos esa manifestación, ocurrida hace unos días en ese municipio. Las imágenes que se transmitieron en los noticieros locales daban cuenta, en efecto, de un acto en contra del gasolinazo, cuando nadie estaba allí por propia voluntad.
Hay una enorme diferencia entre estos hechos y la legítima protesta. Por ello la ciudadanía debe estar atenta a distinguir entre las manifestaciones de inconformidad y los actos delictivos que ponen en riesgo la paz pública e incluso la integridad física de los manifestantes.
Y debe estar atenta también a no dejarse llevar por la ola de mensajes que con grave irresponsabilidad propagan supuestos hechos presentes o inminentes, tiroteos inexistentes, amenazas ficticias, rumores que tienen el criminal propósito de generar un entorno de pánico y nerviosismo social.
A la autoridad corresponde una actuación cuidadosa para no afectar el derecho a la libre manifestación y a la vez contener a quienes pretenden proyectar inestabilidad e ingobernabilidad mediante acciones provocadoras o francamente delictivas.
Al mismo tiempo, el Estado debe hacer un esfuerzo eficaz para frenar dos delitos sistemáticos que desde hace tiempo afectan la economía familiar y la nacional, esto es, la alteración de equipos de algunas gasolineras para robar a los consumidores, y la ordeña de ductos por parte del crimen organizado, cuyo monto representa miles de millones de pesos cada año, según lo ha reconocido Pemex.
Estos dos delitos nada tienen que ver con el movimiento social de protesta, pero sí, además de otras afectaciones, inciden en el hartazgo social respecto de la impunidad y contribuyen a la crispación colectiva.
Se trata, en síntesis, de cruzar exitosamente un río turbulento en beneficio de la paz pública y de la imprescindible estabilidad que se requiere para llevar a buen puerto este difícil momento. Gobierno y ciudadanos tenemos una enorme responsabilidad para lograrlo. A todas luces, es mejor y más viable conservar la tranquilidad social de que ahora gozamos en lugar de, una vez alterada, intentar restaurarla.
(*) Especialista en derechos humanos y secretario general de la Cámara de Diputados