En América Latina y el Caribe existen 33 centros históricos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La lista incluye desde ciudades enteras como Antigua en Guatemala o Cusco en el Perú, a los cascos céntricos de la Ciudad de México, Quito y Salvador de Bahía, pueblos como Mompox en Colombia y conjuntos de edificaciones como las iglesias de madera de Chiloé, en el sur de Chile. Y podría ampliarse con centenares de sitios reconocidos como de interés histórico y patrimonial por las leyes de cada país de nuestra región.

Sin embargo, este patrimonio está en riesgo: dos de cada tres nuestros centros históricos presentan algún grado de deterioro. En la carrera por ofrecer soluciones al rápido crecimiento de nuestras ciudades, hogar de más de 80% de la población, muchas urbes han olvidado proteger ese rico legado.

La realidad es que este patrimonio colectivo incluye mucho más que un inventario de tesoros urbanísticos y arquitectónicos. También incluye un vasto conjunto de bienes intangibles de valor incalculable.

Resulta difícil imaginar cómo sería Pelourinho, el centro histórico de Salvador de Bahía, sin el olor de la cocina bahiana o sin los sonidos de sus tambores. O pensar en Cusco sin su comercio, su artesanía, o sin las tradiciones heredadas de los Incas de sus habitantes.
En definitiva, los centros históricos son mucho más que una colección de notables edificaciones antiguas. Revitalizarlos tiene sentido mucho más allá de su valor simbólico como huella de nuestros antepasados.

Con una gestión adecuada, estas joyas en desuso tienen el potencial de convertirse en fuentes de actividad económica para miles de emprendedores y de convertirse en fuentes para la innovación y las industrias creativas. Y, no menos importante, de volver a ser lugares de encuentro y participación ciudadana.

Si existe una ciudad latinoamericana que refleja el potencial de una rehabilitación bien hecha es Quito. Durante décadas, su centro histórico fue virtualmente abandonado a la marginalidad, convirtiéndose en un triste vestigio de su pasado. Sus antiguos vecinos huyeron a los suburbios, espantados por la decadencia y la delincuencia.

Pero hace 20 años Quito comenzó a repechar la cuesta de la recuperación, apoyada por el primer préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo para rehabilitación de centros históricos. Hoy la capital ecuatoriana es una joya turística que atrae cada año a más de medio millón de visitantes.

El centro de Quito ha vuelto a ser una dinámica área comercial, con 11 localidades que acogen a más de 7 mil microempresarios que hace tan solo 10 años eran vendedores ambulantes que abarrotaban sus calles.

Tal ha sido el éxito de Quito que, además de servir de ejemplo a otras ciudades del mundo, el próximo año será sede de Hábitat III, una conferencia de Naciones Unidas que buscará sentar las bases de la planificación urbana para los próximos 20 años.

La revitalización de los centros históricos es una tarea que depende de todos, no sólo de los gobiernos. Los proyectos para conservarlos y devolverles la centralidad con la que fueron concebidos siglos atrás ofrecen también la oportunidad de crear nuevas formas de participación ciudadana, en donde los vecinos, la sociedad civil y el sector privado pueden ponerse de acuerdo para apoyar nuevos modelos de gestión urbana.

Uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el 2030 llama a “redoblar los esfuerzos para proteger y salvaguardar el patrimonio cultural y natural del mundo”.

Ahora es el momento de invertir en la rehabilitación de nuestro patrimonio urbano, no sólo para honrar nuestro pasado, sino para crear oportunidades para comerciantes, para los jóvenes innovadores y, en definitiva, para las próximas generaciones.

Rehabilitar los centros históricos de América Latina y el Caribe es una cuestión de respeto por nuestro pasado, pero es también una apuesta por el futuro.

*Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo

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