El cambio es lo que es y no hay forma de detenerlo. El consejo que domina es adoptar las formas y posturas que nos permiten fluir con él y aprender de este proceso. Dicen los que saben, que intentar tomar el control del cambio es una contradicción que solo desgasta nuestras fuerzas y nos hace perder la energía necesaria para adaptarnos.

Al final el cambio viene para hacernos crecer,  el cambio nos obliga a hacer un fuerte trabajo interior al comprender que lo único que podemos hacer cuando todo cambia, es cambiar nosotros mismos. Y así lo transmite el escritor Neale Donald Walsh, cuando examina el fin último de todo cambio y observa que estos coinciden en un mismo punto: “mantener la armonía del universo”. Bajo esta premisa surge la consideración o la esperanza en la que todo cambio tarde o temprano tendrá un final de progreso y florecimiento. Walsh enfatiza esta reflexión como la base que sustenta la escalada hacia una evolución que renueva al planeta y a quienes lo habitamos. Por ello, es tan importante respetar el proceso del cambio, sin bloquearlo, sin resistirnos a él, sin el deseo de controlarlo o evitarlo, sin disimularlo o disminuirlo, ni mucho menos vivirlo con amargura, enojo, resentimiento o frustración.

Cuando las familias experimentan cambios trascendentales, las madres jugamos un papel muy importante, porque entendemos que nuestra misión es mantener la armonía en la vida de nuestros hijos aún en medio de la más aterradora tormenta. Nuestra grandeza femenina -- siempre asombrosa -- se mide por la entereza que mostramos ante nuestros hijos sabiendo que su seguridad depende de la nuestra; y por el valor con el que enfrentamos el vendaval, aun cuando nuestros debates interiores acerca de la familia y de las  decisiones que tomamos en nombre de ese amor nos dejen sin dormir alguna noche.

Hablamos mucho de la lucha de las mujeres por superar su techo de cristal en las empresas y en su profesión, pero poco hablamos de las batallas que deben librar en sus hogares, cuando la adversidad toca a su puerta y a la de sus hijos. He sido testigo de cientos de casos en los que la mujer no tiene los medios para hacer frente a una ola de calamidades y necesidades que debe cubrir. De pronto no solo es ella, son sus hijos los que tienen que salir adelante. En medio del cambio y de la crisis no pueden dejar la escuela, no pueden suspender sus vidas, ni sentirse inseguros.

Y aún después de todo, la vida es hermosa y vale la pena vivirla. Nuestros embates vienen a confirmarnos la inmensa alegría de ser mujeres, de hacernos cargo de nuestros hijos y de darles rumbo en medio del caos y del derrumbe. Tomamos decisiones que no pensamos si son o no las correctas, solo la intuición las orienta. Seguimos los caminos que nuestro corazón detecta, caminamos por ellos sostenidas en las pequeñas manitas de nuestros hijos, como gigantes que nos levantan y nos impulsan hacia lo desconocido; y quizás con temor, pero jamás con cobardía. Somos pacíficas guerreras que resuelven inconvenientes, completan lo incompleto, llenan huecos, resanan heridas y colman con amor otras carencias. Es cierto que a veces el ego aconseja y los temores insisten, pero nuestra determinación por lograr la paz y la armonía, quizás pierda batallas, pero al final gana la carrera del amor, del perdón y de la entrega.

Así la vida pasa y volvemos a disfrutar la belleza de las cosas simples, la alegría cotidiana de una mesa repleta de risas, volvemos a suspirar ante la corona de papel que adorna a nuestra princesa, volvemos a descansar en la hermosa quietud que envuelve el sueño de nuestros hijos. Y así con todo, volvemos a creer en la inmensa fuerza de la esperanza.

Fundadora de la Fundación Angélica Fuentes

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