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El reciente incidente que generó la columna de opinión de Nicolás Alvarado a propósito de Juan Gabriel (Milenio 30/08/16) ha puesto de nueva cuenta en el debate público el problema de la libertad de expresión frente al discurso discriminatorio y de odio. De uno y otro lado del espectro (desde los furiosos tuiteros hasta la respuesta de Conapred y de algunos de sus críticos) se reaccionó con más pasión que razón. Poco a poco comenzamos a tomar distancia del evento y podemos abrir una reflexión necesaria.
Traigo a la memoria, sólo como ejemplos, los debates que han tenido lugar en el seno de las universidades americanas respecto a las implicaciones de lo “políticamente correcto”: limitar la enseñanza de temas controvertidos o prohibir el uso de expresiones con una carga de “violencia simbólica”. Pensemos también en los vaivenes de la opinión francesa a propósito de las caricaturas de Charlie Hebdó, o en la airada reacción de algunos lectores del periódico El País que condenaron la publicación de un artículo poco ortodoxo sobre feminismo (Cathy Young “Las feministas tratan mal a los hombres”).
En México, hace apenas unos años, la Suprema Corte determinó, en una controvertida decisión, que el empleo de los términos “maricón” y “puñal” en un artículo periodístico constituían expresiones homófobas que “implican una incitación promoción o justificación de la intolerancia hacia la homosexualidad” y que éstas podrían llegar a ser una categoría de discursos de odio.
El dilema de la libertad de expresión frente al discurso de odio —que es una categoría extraordinaria— es bien conocido, pero no tiene una solución sencilla. En apretada síntesis, si el Estado censura el discurso de odio puede limitar la libertad de expresión, pero si no lo hace, entonces puede dejar sin protección a grupos o personas vulnerables. Este problema se ha hecho mucho más grave y complejo en el entorno de las redes sociales.
La salida a este callejón existe. Se trata de desarrollar estándares razonables y procedimientos bien diseñados, resultado de una reflexión amplia e incluyente, que permitan establecer cuándo estamos frente a un caso de discurso de odio, cómo procesarlo y cuáles son las medidas precautorias que, en su caso, conviene adoptar. Desafortunadamente estos estándares existen sólo de manera incipiente en la jurisprudencia mexicana y los criterios usados por las autoridades administrativas son poco conocidos y están fundamentados en una ley con múltiples deficiencias técnicas. El caso Alvarado es el ejemplo paradigmático de esta situación.
Existen varias preguntas que conviene esclarecer. ¿Cuáles son los criterios que permiten identificar que una opinión contiene manifestaciones clasistas y discriminatorias? ¿El mero uso de ciertas palabras puede constituir un acto discriminatorio? ¿En qué casos y cómo procede el uso de medidas cautelares? ¿Deberían generarse protecciones para las personas objeto de hostigamiento en las redes? ¿Las opiniones de los servidores públicos están sujetas a un escrutinio más estricto que el de los particulares?
La libertad de expresión es uno de los pilares de un sistema democrático. Sin ella, no existe la posibilidad de opinar, criticar y debatir. Pero sin duda otro valor central de la democracia es la igualdad. Se trata entonces de encontrar los mecanismos y procedimientos que permitan conciliar el ejercicio de ambos derechos. Todo ello es posible. Pero recordemos siempre que la libertad de expresión conlleva un carácter contra-mayoritario y que por ello tiene especial valor la defensa de ideas que, como ha dicho la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos “ofenden, chocan, inquietan, resultan ingratas o perturban al Estado o a cualquiera sector de su población”.
Profesor investigador del CIDE