La decisión de la Primera Sala de la Suprema Corte sobre la marihuana obliga a replantear los términos del debate; pero también tiene otras implicaciones. ¿Cuáles son los límites de la intervención del Estado en el ámbito protegido por el derecho al libre desarrollo de la personalidad? ¿Cuál debe ser el método de decisión de la Corte para trazar la delgada línea entre lo prohibido y lo permitido? ¿Conviene que la Suprema Corte sea el espacio de debate que oriente las políticas públicas?

La columna vertebral de la decisión es el reconocimiento del “derecho humano al libre desarrollo de la personalidad”. Este derecho implica que la Constitución otorga a las personas una esfera de autonomía personal para que materialicen sus planes de vida al tiempo que las protege de la “tentación del paternalismo del Estado, que cree saber mejor que las personas lo que conviene a éstas y lo que deben hacer con sus vidas”. Así, detrás de la sentencia subyace una concepción ideológica liberal que irradia sobre muchos otros ámbitos de la vida social (la educación, la salud, la religión o los hábitos de consumo).

Aunque comparto esta visión, conviene recordar que como todo derecho, no es absoluto y admite límites cuando su ejercicio afecta los derechos de otros o genera riesgos para terceros. Una buena parte de la teoría regulatoria se construye a partir del análisis de las condiciones que permiten reducir eficientemente los riesgos derivados de las decisiones personales. Algunas corrientes liberales recientes proponen incluso que la regulación debe “empujar” las soluciones que generan mayores beneficios, siempre y cuando se respete la libertad de las personas a decidir.

Un problema relevante es determinar si el proceso jurisdiccional es un espacio idóneo para establecer las bases de una política regulatoria. Hay al menos dos dimensiones que conviene explorar. La primera se refiere a las condiciones y elementos que sirven para la toma de decisiones jurisdiccionales. Aunque el proyecto que se discutió es plausible y rico en elementos de juicio, también es cierto que fue el producto de una deliberación judicial que por naturaleza es cerrada. ¿Conviene, como propone el ministro Cossío, que la Corte se constituya en un foro nacional para la discusión e implementación de una política en materia de drogas?

La segunda dimensión tiene que ver con los efectos de la sentencia. El amparo sólo protege a quienes lo ganaron (y por eso resulta inexacto decir que la Corte legalizó el uso de la marihuana). Aun y cuando en el futuro se generen más casos y se integre jurisprudencia obligatoria, ésta sólo vincularía a los jueces. El problema más complejo es que la sentencia se limitó a declarar la inconstitucionalidad de la prohibición absoluta de consumir marihuana y ordenar a la autoridad administrativa (en el caso Cofepris) que otorgue los permisos sin establecer las condiciones de los mismos. Deja entonces intactos los efectos prohibitivos de las normas para todos aquellos que no se amparen.

Lo anterior es consecuencia directa del diseño del amparo, que no está pensado para generar política pública. De nueva cuenta el voto del ministro Cossío puso el dedo en la llaga cuando afirmó que en su opinión la sentencia debió identificar las medidas adicionales necesarias para asegurar el ejercicio del derecho y exhortar a las autoridades responsables a adoptarlas. Sin regular directamente, la Corte estaría señalando la vía para el Legis-
lativo y la administración.

Una última reflexión. Esta decisión desnuda que los ministros de la Corte no son neutros, y que las concepciones ideológicas sobre la relación individuo-Estado y el papel de los tribunales cuentan. El presidente Peña ha propuesto dos ternas, sensibles, bien equilibradas y con énfasis técnico. ¿De qué lado se inclinará el Senado?

Profesor investigador del CIDE

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