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Uno de los primeros problemas a los que nos enfrentamos al estudiar la vida es la enorme diversidad de los seres orgánicos que habitan nuestro planeta. Para trabajar con un número tan basto de elementos, es necesario clasificarlos en función de las características que comparten, procurando abarcar todos los seres vivos que conocemos sin que ninguno de ellos se encuentre en dos categorías diferentes. Cuestión que, desde luego, no es tarea sencilla.
Aristóteles, por ejemplo, clasificó a los organismos en dos grandes grupos, de acuerdo con sus similitudes y diferencias en estructura y apariencia: plantas y animales. Los animales a su vez se dividían en dos categorías: con sangre roja y sin sangre roja. Más tarde, su discípulo Teofrasto dividió a las plantas en arbustos, árboles y hierbas. Y así, poco a poco con el correr del tiempo, se fue expandiendo, afinando, precisando y complejizando nuestra forma de clasificar a los organismos hasta nuestros días, en que las bases del sistema de clasificación que utilizamos han cambiado sustancialmente desde la época clásica, pero que aún responden al sistema desarrollado en el siglo XVIII por el naturalista sueco Carl von Linneo.
Linneo clasificó “lo creado” en minerales, plantas y animales, pero ordenó a cada organismo en categorías que van de lo general a lo particular, y estableció el uso de nombres científicos latinizados que facilitan la comunicación entre los miembros de la comunidad científica internacional. Así, el nombre de cada especie habla de su clasificación. Los humanos, por ejemplo, pertenecemos al género Homo, especie sapiens, por lo que nuestro nombre científico es Homo sapiens.
Conforme avanzó el estudio de los seres vivos se descubrieron diferencias entre los organismos. Sabemos, por ejemplo, que los hongos no son plantas, y ahora tienen su propio reino (fungi). También sabemos que algunas células poseen un núcleo (que encapsula el material genético) y organelos celulares (como las células de los mamíferos), mientras que otros carecen de ellos (como las bacterias). Estas diferencias se reflejan en los sistemas de clasificación modernos.
Como se ve, la historia del estudio de la vida continúa escribiéndose, y como ha sucedido en el pasado, los nuevos hallazgos significan nuevas clasificaciones. Una propuesta del año 2000 (Christon J. Hurst), por ejemplo, busca abrir a los virus su propio dominio (Akamara), aun cuando en Biología seguimos discutiendo si son seres vivos o no, reflexiones de interés filosófico, pues como diría Jacques Derrida, se trata de entes que entran en la categoría de lo indecidible.
No cabe duda de que las clasificaciones se adaptan a su tiempo. Como indica Michel Foucault, en el siglo XVI y hasta mediados del siglo XVII existían historias de los seres vivos, plantas o animales, que nos hablaban de sus elementos, describían sus órganos, referían las leyendas o historias en las que están presentes, los blasones en los que figuran, los medicamentos que se fabrican con ellos, los alimentos que nos proporcionan o lo que los antiguos pensaban sobre ellos. De este modo la historia de un ser vivo lo definía.
El estudio minucioso y detallado de éstos no llega sino hasta el siglo XVIII, y como consecuencia de este cambio tenemos la clasificación de Linneo. La Historia Natural da paso a la Biología en el siglo XIX, cuando los científicos intentan explicar la vida y ya no sólo describirla. Esta dimensión, por supuesto, se refleja también en la taxonomía, que hoy ya no busca ser un listado ordenado de las formas vivientes, sino que pretende reflejar la historia de la evolución de la vida en la Tierra.
Actualmente, el número de especies descritas se acerca a los dos millones (1.8), pero se estima que podrían existir hasta 100 millones de especies en nuestro planeta, es decir que conocemos de ellas una mínima parte que, además, se encuentra en constante cambio por los procesos evolutivos a los que está sujeta, de manera que la tarea de clasificar la vida está aún lejos de ser terminada.
Directora de la Facultad de Ciencias
de la UNAM