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El libro Guerra y Paz en el siglo XXI de Eric Hobsbawm, correlaciona rigurosamente las avasalladoras patologías de la violencia pública, el terrorismo y la xenofobia, con el trasfondo de las disparidades sociales y los proyectos de dominación. Habría que releerlo para entender las causas y previsibles consecuencias de los crueles ataques cometidos en París por el Estado Islámico (ISIS), que truncaron la vida y las esperanzas de numerosas personas y que fue interpretado como un atentado a la ciudad símbolo de la cultura occidental.
Todos fuimos conmovidos por la barbarie asesina, que sin embargo no podría identificarse con un choque de civilizaciones, como lo afirmó el propio presidente de Francia. No es tampoco un fenómeno aislado, sino de una criminalidad recurrente que se alimenta de conflictos geopolíticos, desigualdades insalvables y éxodos masivos. En ese sentido el papa Francisco ha dicho que los acontecimientos ocurridos y la respuesta de los agredidos son “propios de una tercera guerra mundial” y ha pedido que “no se invoque a ninguna religión, porque no tiene nada que ver con ellas”.
Por desgracia, el consenso que se ha promovido a raíz de los sucesos es de índole militar, lo que para muchos especialistas podría ser contraproducente, ya que “el terrorismo se combate con inteligencia y no con bombardeos”. Francia, Estados Unidos y Rusia, que participan en esta guerra políticamente confusa contra el Estado Islámico, han intensificado en los últimos días el fuego aéreo sobre el territorio sirio, causando pérdidas y sufrimientos a la población civil que a la postre sembrará nuevos motivos de resentimiento. Ello podría detonar un circuito inacabable de violencia causando más muertes y destrucción, pero no necesariamente eliminando las expresiones terroristas del integrismo islámico. Como refiere The New York Times, “Francia y sus aliados han caído nuevamente en la trampa”.
Basta recordar el encadenamiento de sucesos en Afganistán y en Irak para percibir la conexión entre las injerencias militares y el fortalecimiento de los grupos fundamentalistas cada vez más brutales y mejor equipados. Al calor de la invasión de la Unión Soviética al primero de esos países, se gestaron grupos integristas alentados por Washington que derivaron en Al Qaeda; luego la invasión estadunidense en Irak sembró las semillas del actual Estado Islámico. Los recientes acontecimientos están a su vez relacionados con las intromisiones militares occidentales en la propia Siria, Mauritania, Mali, Níger, Chad y Burkina Faso.
Apenas el 26 de octubre, Tony Blair pidió perdón por su papel en la guerra de Irak, utilizando reportes erróneos de inteligencia. Reconoció que no previó el caos que se desataría tras el derrocamiento de Saddam Hussein y admitió que ese desorden contribuyó al crecimiento del grupo yihadista ISIS. La retaliación iniciada en contra de enclaves fundamentalistas no puede obedecer a la falta de memoria histórica. Se relaciona más bien, como en ocasiones anteriores, con impulsos nacionalistas, previsiones electorales e intereses económicos y estratégicos.
Comentaristas norteamericanos coinciden en que las reacciones occidentales a los atentados de París recuerdan la paranoia política en que el gobierno de Bush sumió al mundo tras el 11 de septiembre de 2001 y que se tradujo en una reducción de las libertades individuales y en violaciones masivas a los derechos humanos, al amparo de la Ley Patriota. Para comenzar, el estruendoso discurso belicista ha agravado la situación de los refugiados de África y el Medio Oriente en Europa.
El “diálogo de civilizaciones” promovido hace decenios por la UE parece haber sido enterrado a perpetuidad. Cabría demandar a las potencias el entendimiento racional de las raíces históricas, económicas, políticas y sociales del terrorismo islámico y hacerle frente con acciones perseverantes en esos ámbitos. Habría también que llegar a un acuerdo básico sobre el futuro político de Siria en el que coincidieran efectivamente las potencias y los actores involucrados. Las Naciones Unidas no pueden estar ausentes de este proceso, cuyo alcance es universal, y deben comprometerse decididamente a la consecución de la paz y la seguridad en la región. Es indispensable la abolición de dogmas intransitables fundados en la teoría implícita de que problemas como el de Palestina son irresolubles y que, por tanto, hay que mantener la guerra ofensiva y defensiva. Si aceptáramos semejantes hipótesis habríamos de admitir que el terrorismo también es irreductible y condenaríamos a la humanidad a disolverse en cadena.
Comisionado para la reforma política del Distrito Federal