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Eran 71. Eran sirios, se piensa. Uno de ellos, solo uno, traía un pasaporte; por eso la suposición. El resto, almas sin nombre. Sus cuerpos descompuestos fueron encontrados en un camión abandonado en las afueras de Viena. 71 historias de mujeres y hombres que no serán contadas nunca más. No huían porque buscaban trabajo o porque pretendían mejorar su ingreso. Huían de la muerte. Nadie de ellos, quizás, lo imaginaba hace solo unos años, cuando el mundo cantaba las glorias de la “Primavera Árabe” y cientos de miles de sus compatriotas saltaban a las calles a exigir derechos y libertades. Pero esas libertades nunca llegaron. La que llegó fue la guerra. Esas 71 personas entendieron que de un lado tenían al régimen de Assad, quien indiscriminadamente les reprimía y asesinaba. Un régimen al que no importaba arrojar bombas, armas químicas o misiles, y exterminar a mujeres y niños inocentes, con el argumento, siempre, de que solo combatía a “terroristas”. Entendieron también los 71 que del otro lado tenían al “Estado Islámico” o ISIS, quien igualmente despedazaba los cuerpos de seres humanos inocentes y sometía a su yugo a todos los demás que tuvieron la buena o mala fortuna de sobrevivir a su embestida. Quizás los 71 voltearon más allá, dentro de su país, y se toparon con lo mismo: en otros frentes su vida era amenazada por otras milicias como Al Nusra, quienes tampoco tenían empacho alguno en acribillarles. Mucho más lejos, en Nueva York, en Moscú, Teherán, Riad, Doha o Ankara, los 71 desafortunados nunca encontraron soluciones, sino armas e intereses que alimentaban a diario el conflicto hasta tornarlo eterno.
Así que estas 71 personas, como millones más, tomaron la difícil pero única alternativa de emprender la travesía hacia un sitio diferente. Juntaron, como pudieron, lo que pudieron, para pagar a los polleros el viaje, esperando llegar a una Europa que se apiadara de ellos. Pero el destino no les concedió piedad ni pena. Tampoco hubo piedad esta misma semana para otras 82 almas, quizás con historias similares, cuyos cuerpos fueron arrastrados por las olas cuando buscaban salir de Libia. O para las otras 2,500, quienes, en su huida, han muerto en el mar solo en este 2015, año en el que ese tipo de decesos sostiene dramáticos aumentos.
Y no es que en Europa no haya humanidad, o que no hayan sido rescatadas miles de vidas en operaciones que han puesto en marcha países como Italia. Sería injusto no reconocerlo. Pero, ¿de dónde va a llegar la solución que los millones de migrantes suplican a gritos? ¿De una Grecia sumida en la peor crisis financiera de su historia? ¿De Madrid o Roma que no terminan de resolver sus propias dificultades? ¿O de Turquía quien ya acoge a más de un millón de refugiados sirios, un poco porque no le queda de otra? No. La situación rebasa las capacidades de países que son los naturales puertos de entrada de migrantes que proceden de África o Medio Oriente. Se trata de un problema mucho más complejo y global que solo puede ser abordado así, integral, compleja y globalmente.
Existe, como bien lo sabemos, esa migración ocasionada por las disparidades entre el norte y el sur, generada por factores de expulsión –factores que en México conocemos muy bien-, y por factores de atracción presentes en países industrializados, aunque dichos factores de atracción no aparezcan en los discursos de la ultraderecha o de políticos como Trump. Pero a esos componentes socioeconómicos, que siguen tan vigentes como siempre, tenemos que añadir los impactos de las guerras del siglo XXI ocasionados en parte por la debilidad estructural de los Estados-Nación, y su incapacidad para ofrecer a sus poblaciones satisfactores como la seguridad o una mínima garantía de respeto a la legalidad. Esto ha propiciado en muchos sitios del mundo la proliferación de actores no-estatales de carácter violento, quienes, a veces más poderosos que los propios estados, los someten, los penetran, o chocan con ellos. O bien, combaten contra otros actores no-estatales. Las grandes poblaciones normalmente se encuentran en medio de esas disputas y la anarquía consecuente. Y en esas circunstancias, la corresponsabilidad de las grandes potencias no puede ser sobrestimada.
El colapso del régimen talibán en Afganistán como producto de la intervención de Estados Unidos y sus aliados (incluidos varios países europeos), ayudó, sí, a reducir la presencia de Al Qaeda en ese territorio, pero generó una situación de conflicto de la que ese país no va a salir en años. La invasión de Washington y aliados como Reino Unido a Irak, terminó con Saddam Hussein y todos sus males, pero activó un conflicto que lleva 12 años y del que el “Estado Islámico” es un mero subproducto. Los ataques de la OTAN a Libia acabaron con Gaddafi, sus excesos y sus crímenes. Pero hoy tenemos una Libia trastornada por una guerra civil que no cede, agobiada por el jihadismo, por la penetración de ISIS y por el imparable tráfico de armas. No es solo la cercanía geográfica con Europa la que ocasiona que sea precisamente Libia uno de los principales puertos de salida para esas masas de migrantes cuyas balsas se hunden en el mar. Es también la ausencia de un gobierno con un mínimo control sobre lo que acontece en su territorio.
La cantidad de gente desesperada que necesita huir del infierno en el que vive solo se incrementa a medida que pasan los meses y los años. Como consecuencia, los costos económicos y humanos que esas personas tienen que pagar por emprender la ruta siguen al alza. Y si no entendemos que el problema no es solo de ellos, sino de todos; si no asumimos nuestra corresponsabilidad como parte de un planeta en el que todo se conecta con todo, cada vez habrá más seres humanos inertes arrastrados por las olas, o almas sin nombre y sin historia cuyos cuerpos descompuestos terminan en camiones abandonados en las afueras de alguna ciudad plagada de blancos palacios como Viena.
Analista internacional
Twitter: @maurimm